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ABRIL 2007  /  TAUROMAQUIA

La Fiesta de los Toros

02-04-2007 2:36 p.m.

Entre lo sagrado y lo regio

Desde que el Rey Santo Fernando III reconquistara la ciudad de Córdoba el 29 de junio de 1236 (Festividad de San Pedro y San Pablo), dándole la esencia que, al menos hasta hoy, es su seña de identidad: castellana, con dosis de una peculiar idiosincrasia andaluza, y cristiana, es decir, española, sus habitantes, cordobeses antepasados nuestros, han tenido a la Fiesta de los Toros como una de sus más arraigadas manifestaciones, lo que se ve reflejado a la hora de dar boato a los acontecimientos que, para su entender, gozaban de especial significación. Pues bien, para aquellos paisanos que nos precedieron en el tiempo los dos eventos a los que más trascendencia daban eran los que se relacionaban con sus creencias religiosas y los que tenían que ver con sucesos de la vida de sus Reyes (aunque en ocasiones estos se merecieran más bien lo contrario). Vamos en estas líneas a dar un paseo por la historia de Córdoba, donde podremos comprobar la importancia que la ciudad ha dado siempre a nuestra Fiesta.

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La mejor manera de comenzar este recorrido es hablar nuevamente del rey San Fernando, pues en él se aúnan los dos elementos antes indicados, por los que los cordobeses organizaban actos de especial relevancia en los que se incluían festejos taurinos, lo sagrado y lo regio. Cuando en 1671 el Papa Clemente X canoniza a nuestro Rey la ciudad lo celebra con diversas actividades: Misa Pontifical, fuegos y luminarias, y, como no, juegos de cañas y corridas de toros.

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Pero vayamos más atrás en el tiempo ya que documentalmente constatamos que en el año 1492 se lidian dos toros en el Alcázar de los Reyes Cristianos “en honor y divertimento” del único hijo varón de los Reyes Católicos, el malogrado Príncipe don Juan. Como complemento a este dato, otro que demuestra lo ancestral de nuestra Afición, en 1505 las autoridades municipales se ven obligadas a decretar la prohibición de lidiar los toros que estaban destinados a ser sacrificados en el matadero, debido a los frecuentes percances que se producían entre estos pioneros toreros cordobeses.

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En este recorrido histórico taurino cordobés tenemos un lugar clave al que desplazarnos, la Plaza de la Corredera. Tan hermoso emplazamiento fue, de siempre, lugar privilegiado para actividades taurinas, todavía hoy tenemos el claro vestigio de la calle Toril, sitio por el que salían los toros. Se tiene constancia de celebraciones taurinas, corridas de toros y cañas, el 15 de junio de 1513, 18 y 20 de junio de 1550 y también en 1594, para llegar a uno de esos acontecimientos señalados a los que nos referíamos al comienzo de estas líneas: el 26 de febrero de 1624 se lidiaron 15 toros en honor de su Majestad Felipe IV, el cual asistió al espectáculo acompañado de su hijo, el Infante don Carlos (el que a la postre sería el último Austria), además del Conde-Duque de Olivares (que era el que de facto gobernaba “las Españas”), del marqués de El Carpio y del Nuncio de su Santidad.

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Unos años después se celebraba otro acontecimiento taurino que conmemoraba un hecho trascendental para la idiosincrasia de esta ciudad, la proclamación como Custodio de Córdoba del Arcángel San Rafael; se festejaron el 31 de mayo y el 3 de junio del año 1651, soltándose en primer lugar un toro para toreros de a pie, actividad secundaria por entonces, pasando después a actuar a caballo los caballeros ataviados con lujosas vestimentas. En el segundo de los festejos hubo que lamentar el percance sufrido por el caballero don Diego de Guzmán y Cárdenas, corneado junto a su caballo al ir a socorrer a un peón. Con todo fueron unas celebraciones a la altura de tan magno acontecimiento para los cordobeses.

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A la tauromaquia le debe Córdoba, como vemos mes a mes en esta revista, muchas cosas, unas inmateriales, de esas que aparentemente no se ven, y otras donde las consecuencias, aún por causas indirectas, son muy evidentes; este el caso del arquitectónico aspecto actual de la plaza a la que nos venimos refiriendo, la de la Corredera, que se puede considerar una de las más bellas de España. En el año 1683 se terminó la hermosa Capilla de la Concepción en la Catedral, empresa del Obispo Fray Alonso de Salizanes (ver número 23 de la Revista Córdoba Eterna), por lo que se anunciaron tres funciones taurinas para conmemorarlo y de paso conseguir fondos para el Pósito; en la segunda de ellas estaba el hijo del Corregidor don Francisco Ronquillo Briceño muy inclinado sobre el balcón por lo que un escolta, previendo la caída, gritó: “que se cae a la plaza”, entendiendo los asistentes “que se cae la plaza”, lo que no hubiera sido descabellado debido al mal estado de las maderas que sostenían la estructura. Se produjo una desbandada generalizada con la consecuencia de múltiples desgracias por lo que el citado Corregidor juró que esto no volvería a suceder, comenzando al día siguiente (no siempre los mandatarios locales han sido tan nefastos) la reestructuración de la plaza, al modo castellano, dándole el aspecto actual salvo las casas de doña Ana Jacinta, que se negó a vender, siendo hoy un vestigio del aspecto previo de nuestra más significativa plaza.

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Andando el tiempo, en abril de 1749 se celebraron corridas de toros para conmemorar el fin de la Guerra con los ingleses (una de las muchas que tuvimos y tendríamos) y en mayo de 1766 como obsequio al Embajador de Marruecos de visita en la ciudad, para llegar a 1796 cuando se celebraron tres corridas de toros en honor del Rey Carlos IV y de su esposa María Luisa de Parma (la intrigante que nos endosó en la Historia de España al nefasto Godoy), donde se anunciaron Pepe-Hillo y los hermanos Pedro y Antonio Romero. Del cartel se cayeron los citados Romero (para decepción de los aficionados que esperaban con expectación a los rondeños) y los monarcas, que al parecer solamente acudieron a uno de los festejos.

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Los últimos acontecimientos taurinos que reseñamos de la Corredera tienen mucho que ver con el devenir político del país, que aunque lejanos en el tiempo, han influido hasta casi nuestros días en la Historia de España. En septiembre de 1812 se conmemoraba, con dos corridas de diez toros, la Constitución de Cádiz, esa oportunidad malograda por uno de los personajes más ominosos de nuestra Historia, Fernando VII, el Rey Felón, cuya visita también se festejó con dos corridas reales en 1823. Precisamente regresaba de la ciudad gaditana y paró en Córdoba.

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Otro lugar al que nos tenemos que desplazar, si nos referimos a la historia taurina de Córdoba, es a la plaza de la Magdalena. En 1691 se organizó un festejo taurino organizado por una Cofradía radicada en la entonces floreciente Parroquia aneja, “un regocijo de toros en honor de Su Divina Majestad” reza el documento conservado en el Archivo Municipal, existiendo constancia de la protesta elevada por el contratista de la plaza de la Corredera, pero lo cierto es que a partir de entonces se celebraron eventos taurinos en ambas plazas destacando en este lugar los celebrados en junio de 1749 para recaudar fondos para la beneficencia y aquel en el que destacó sobremanera José Delgado Pepe-Hillo (el afamado torero autor del Tratado de Tauromaquia, texto fundamental para entender la evolución de la Fiesta); es curioso el motivo de este festejo en el que actuó Pepe-Hillo, de “convite” por la profesión de una monja del convento de Santa Inés.

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También en este lugar los Toros influyeron en la fisonomía de la ciudad. Según constata Ramírez de Arellano, el dueño de la casa número 3 abrió 15 ventanas que alquilaba los días de festejo sacándole a la inversión su respectivo beneficio; también se queja don Teodomiro de que por este motivo taurino se quitó una monumental fuente que ocupaba el centro de la plaza de la Magdalena.

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Posteriormente el epicentro taurino de Córdoba se trasladó al Campo de la Merced, donde se construyeron sucesivas plazas hasta que definitivamente se asentó la actividad en el añorado Coso de los Tejares, aunque esto ya forma parte de otro episodio. Lo cierto es que el espíritu de las celebraciones taurinas, aun conservando su esencia festiva, se fue haciendo cada vez menos sacro, aunque nunca ha perdido su carácter altruista (o sea Cristiano), y sobre todo cada vez menos regio. De todas formas no debe extrañarnos pues los reyes son cada vez menos reyes, los españoles son cada vez menos españoles y los Toros son cada vez menos Toros, aunque esto último me resisto a admitirlo.

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