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ABRIL 2010  /  OPINIÓN

Córdoba – Damasco, un espejo

24-04-2010 1:35 p.m.

Aún puedo oír la llamada a la oración desde los minaretes de las mezquitas de Damasco. Los puedo oír aún porque son muchas, porque prácticamente acabo de llegar, porque aún reviso de vez en cuando los recuerdos, que para mí todavía son nuevos, y porque nos seguimos enviando los que compartimos viaje saludos, fotografías, alguna que otra llamada, multitud de correos electrónicos, envíos postales, confidencias nuevas y algún que otro guiño, por qué no. Y una imagen no se me va de la cabeza.

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Cuando decidí unirme a la peregrinación a Siria que se estaba preparando desde la Diócesis de Madrid como respuesta a la invitación del Obispo Armenio de Alepo, me contenté con consultar una bola del mundo que solemos tener a mano en casa de mis padres para que los nietos se acostumbren a soñar con distintos lugares partiendo de cualquier noticia o comentario que surja, y hacer una breve búsqueda en Internet. Ciudades importantes, población, gobierno, religión… Poco más, la verdad. Los primeros días consulté un poco la prensa internacional sobre el país, pero cuando me encontré con la explosión de un autobús en Damasco lleno de peregrinos iraquíes de la que se sospechaba que podría ser un atentado… en ese momento, dejé de informarme. Últimamente prefiero no documentarme tanto y sentir más lo que sea que debo aprender en mis viajes, largos o cortos.

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No traigo aquí estas líneas para contar la crónica de un viaje, magnífico por cierto, ni para glosar las beldades de Siria, dignas de glosas mejores que la mía todas ellas, ni para poner por escrito cómo nos han atendido, la manera tan espectacular en que nos han acogido en sus propias casas, en sus vidas y, creo que puedo decir, en sus corazones, porque no tengo palabras justas que no se queden cortas para contarlo.

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Estas líneas me piden otra cosa.

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Cuando iba a Damasco pensaba que estaba haciendo, a nivel personal, el viaje que cerraría el círculo que comenzara aquél omeya damasceno cuando, hace un tiempo ya, vino a Córdoba para hacerla capital del Califato. Iba a visitar la Mezquita de los Omeyas, la Mezquita blanca, la Gran Mezquita de Damasco. Paseando muchas veces por la Mezquita de Córdoba enseñando el monumento a algún visitante, siempre que comento que esta nuestra Mezquita está orientada a la de Damasco y no a la Meca, entrecerramos los ojos como para forzar la vista y comprobar por nosotros mismos si eso es cierto. Yo podría, por primera vez, mirar desde el otro lado. ¿Cómo se vería nuestra vereda desde el otro lado del espejo?

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Yo la he visto así. Como la nuestra, la mezquita de Damasco se construyó alrededor y sobre la antigua Catedral de la ciudad. Mantienen la entrada del credo precedente cegada al exterior, como la nuestra, y la preciosa fachada centra su interior patio de mármol, nuestros naranjos. Su nave central es corrida y abierta, así debió ser nuestro bosque de columnas antes de que la Catedral cortara la visión. Resulta sorprendente saber que en el centro de la nave, custodian la cabeza de San Juan Bautista y ver que han mantenido la pila bautismal del antiguo templo cristiano.

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Siempre me he preguntado si habría tierras en la tierra que invitaran a la oración y por eso cada credo que llegaba con fuerza necesitaba orar en ese espacio. Sería digno de estudio y, por qué no, de comprensión. Pero he de crecer y enfrentarme a la realidad. Existen esos lugares, no me cabe duda, pero no han sido construidos por el hombre. Existe una playa donde el sol cada tarde se va a dormir, existe una montaña donde amanece cada día como si fuera el único día, un río que deja vida allá por donde pasa hasta descansar en una vida más grande. Un soplo de aire, una sonrisa, un gesto, una mano que me ayuda y una espalda que se deja abrazar. Una oportunidad no buscada y un perdón que no esperaba, una mirada de ternura y una alegría compartida. El gran regalo de que otro ser humano me conoce y me quiere, y mucha paciencia, y un recuerdo amable y más paciencia y más cariño. Claro que hay lugares de oración. Pero sobre estos cimientos no siempre están construidos nuestros templos.

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Porque esos cimientos no se dejan firmar, no se dejan labrar para que otros nos conozcan cuando ya no estemos. No siempre nos hacen grandes a los ojos de los hombres. No los podemos tocar. Y sin embargo, ni tan siquiera podemos acogernos a sagrado ya. ¿Quién nos acogerá ahora? ¿Dónde he de ir que no le haya quitado el lugar a otro? Entiéndaseme bien, no pretendo tirar abajo ningún templo. Sólo me gustaría que fueran, eso, templos; lugares de oración, de acogida, de enseñanza, de alegría y de perdón. De vida y de Vida. ¡Son tantos los monumentos que ya tenemos!

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Y fuera de ellos todos corremos, ¡hay tanto ruido! ¡tanta prisa! Tantas cosas que hacer sin tiempo para pensar o sentir… Que todo nos vale, que no aprendemos de nosotros mismos ni de nuestra Historia. Y seguimos corriendo, cumpliendo hitos sin poder recordar un nombre. Pero podemos decir “yo estuve allí”, “sí, eso es mío”, “no, eso ya no vale, está viejo”, “ya, pero ahora no me viene bien. Tal vez más adelante”, “¡pero es que yo no sabía que podría pasar, no lo pensé!”.

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¡¡Parad!! ¡¡Parad un momento!! Parad, que quiero mirar al que tengo a mi lado.

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Ruego a Dios y confío en que nos hable a todos, ya sea en los templos, en la calle, en la prensa, en Internet, en la música, en el trabajo y en el desempleo, en el atasco y en el bar. Ruego a Dios que nos haga comprender que no hay tierra más santa que el corazón del hombre, ni lugar más sagrado que el vientre de una mujer. Hasta ese momento, que Dios nos asista.

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