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DICIEMBRE 2006  /  PERFILES

Alhakén II

01-12-2006 4:49 p.m.

“La literatura y la soledad: he aquí mi elemento” Benjamín Constant

Blas Pascal, el matemático, físico y moralista francés, afirmó en cierta ocasión que toda la desgracia de los hombres procede de una sola cosa, que consiste en que no sabemos quedarnos tranquilos en un cuarto. Por desgracia, son muy pocos los hombres capaces de soportarse a sí mismos durante un lapso de tiempo relativamente prolongado. La soledad, bien entendida, es decir, la soledad buscada y pretendida por aquél que la contempla es uno de los más discretos y maravillosos milagros de la vida. Esta soledad suele ser conjugada con cualquier ocupación que nos permita una búsqueda de nosotros mismos, como, por ejemplo, pasear o leer. Ambas actividades, aunque que pudieran parecer un intento de escapar de nosotros mismos, son en realidad la mejor manera de buscarnos y de conocernos. En la medida en la que el ser humano se ocupe en librar sus batallas interiores, dejará vivir a los demás y logrará conciliarse con la realidad que lo rodea.

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Este mes, queremos dedicar nuestro breve recordatorio a Alhakén II, un hombre que, a pesar de todas las responsabilidades que cayeron sobre él, supo encontrar un refugio para huir del mundanal ruido, un oasis para encontrarse consigo mismo, para mirarse en el espejo de la literatura, para buscarse entre las páginas de los cientos de miles de libros que atesoró a lo largo de su vida.

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Nació en el año 915 y fue nombrado sucesor al trono de su padre, Abderramán III, con tan solo ocho años. Su educación fue exquisita e intensa, prácticamente se formó en todas las ramas del saber. Sin lugar a dudas, su pasión por los libros ayudó a que su formación se completase y se perfeccionase hasta el punto de que muy pronto llegó a ser considerado un erudito. Hay erudiciones jurásicas, fosilizadas, polvorientas que tienen una dimensión práctica muy limitada, por no decir nula. No era éste el caso de Alhakén, que, si bien absorbía todos los conocimientos que estaban a su alcance, sin distinguir entre los mismos por razones de utilidad, sabía sacarles partido y aplicarlos a las cuestiones más prosaicas, ya que no tardó en participar activamente en las actividades de gobierno, incluidas las campañas militares que capitaneaba el propio califa. Podemos afirmar sin ningún riesgo de equivocarnos que Alhakén II fue uno de los monarcas más sabios que han reinado en España.

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No es fácil crecer a la sombra de un gran hombre y, sin ningún género de dudas, Abderramán III lo era. Suele ocurrir que los hijos, de manera absolutamente inconsciente, procuran desarrollar sus capacidades y cifrar sus anhelos en aquellas parcelas de la vida en las que sus padres no destacaron, ocupando de esta manera su lugar sin tener que sufrir odiosas comparaciones con una persona que suele llevarles una generación de ventaja y a la que, aunque cuente reconocerlo, se admira. Alhakén, sin embargo, tuvo el acierto de mantener una política continuista, procurando conservar y hacer suyos todos los aciertos que tuvo su padre a lo largo de su extenso reinado. No obstante, se aprecian matices: tal vez como consecuencia de su pasión por los libros, Alhakén hace gala de un carácter menos belicoso que su padre, prefiriendo la vía diplomática a la militar, para evitar entre otros motivos que su pueblo sucumbiera en inútiles y cruentas batallas. Sin embargo, cuando esta paz firme y bien apuntalada se veía en peligro, no le temblaba el pulso para azuzar a sus tropas contra el enemigo cada vez que éste se negaba a entrar en razones. En los años 966 y 971, hizo huir a daneses y vikingos en las costas portuguesas.

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Otro rasgo que no adopto de su progenitor fue la confianza que depositó en la gente que lo rodeaba, no se sabe si por comodidad o por un exceso de fe en la bondad ajena. En cualquier caso, esta lasitud en el celo pudo ser potenciada por su afición a los libros y a la lectura, que quizás llegó a desconectarlo de la realidad o a llevarlo a vivir, al menos en parte, de espaldas a ella. Quizá fue poco a poco hundiéndose en sí mismo hasta el extremo de desatender otras cuestiones de palacio.

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La desconfianza de su padre, Abderramán III, llegó al extremo de ordenar la muerte de uno de sus propios hijos, acusado de conspirar para usurpar el trono. Antonio Muñoz Molina insinúa que, mientras Alhakén presenciaba la ejecución, seguramente estaría pensando en la biblioteca que iba a heredar de su hermano.

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Como todos los grandes hombres de aquella época, para no exponerse a los peligros del camino, pagaba a otros para que peregrinasen por él a la Meca. Resulta cuanto menos contradictorio que otros realizaran viajes sorprendentes en su nombre, mientras él leía relatos de aventuras y soñaba con deambular por las calles de Bagdad.

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Era un gran amante de la cultura, entendida ésta en su máxima extensión; y procuró fomentar y favorecer todos los aspectos de la misma. No sólo se preocupó de acumular una inmensa biblioteca, también fundo y financió veinticinco escuelas para que los niños pobres tuvieran acceso a la enseñanza. Éste es un gran ejemplo de su generosidad, ya que, en aquella época, eran los padres los que estaban obligados a satisfacer directamente a los maestros sus honorarios.

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Mientras su padre vivía se ocupó de supervisar los trabajos de Medina Azahara. Tras la muerte de su padre, hizo la ampliación más bella y fastuosa de las que se han llevado a cabo en la Mezquita, desplazando el muro de la “qibla” hacia el río y concibiendo por primera vez el “mihrab” como una habitación octogonal.

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Su pasión por los libros era exagerada. Buscaba con ansiedad libros raros y curiosos, los perseguía por todos los rincones del planeta. Cuenta la leyenda que su colección se componía de más de 400.000 volúmenes y que los había leído todos. En su afán por completar su biblioteca, llegó a pretender libros que ni siquiera se habían terminado de escribir, ya que, en cierta ocasión, envío a un hombre de su confianza con una bolsa de oro para convencer a un conocido sabio de que le vendiera, o le permitiera transcribir, la obra que acababa de terminar.

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Garabateaba en los márgenes de los libros. Sus anotaciones, a menudo, solían ser más interesantes que la obra en sí. Es una verdadera pena que Almanzor, años más tarde, tras la muerte del califa, para contenta a un grupo de fanáticos religiosos, puristas del Corán, llegara a quemar gran parte de esta biblioteca.

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La bibliofilia, a determinados niveles, puede ser una “enfermedad” muy peligrosa que te conduce a desear y necesitar más libros de los que supuestamente se pueden leer, aislándote de la realidad y forzándote a naufragar en las playas de la misantropía. Hay que tener una mente muy equilibrada para saber dónde está el límite, bien para no cruzarlo, bien para encontrar el camino de vuelta cuando se comete el desliz de atravesar la frontera que te lleva al otro lado. Alhakén atendía sus responsabilidades como califa, pero los acontecimientos históricos nos hacen pensar que muy probablemente pasaba demasiado tiempo en su biblioteca, a la luz de una vela, sumergido en la lectura.

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Este retiro voluntario pudo propiciar las intrigas de palacio y las conspiraciones que se fueron fraguando a espaldas del califa, un califa que andaba perdido entre anaqueles y escritorios, entre papiros, pergaminos y resmas de papel. De esta manera, como ya hemos apuntado antes, cometió el error de encomendarse a aquellos que no lo merecían. Se rumoreaba que su esposa, además de adornarle la testuz, conspiraba para apropiarse de las riendas del reino una vez que su hijo, Hisham II, accediera al trono. Del mismo modo, se equivocó al permitir que la gente que pertenecía a su círculo de confianza acaparase demasiado poder. Dos ejemplos claros son el general Galib y el visir Ibn Abi Amir, quien sería conocido más adelante por el sobrenombre de Almanzor. Ambos pugnaron para hacerse con el poder tras la muerte de Alhakén II.

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Fue califa durante los últimos quince años de su vida. Murió en el año 976. Probablemente, Alhakén II fue el primer árabe en concebir el paraíso como una inmensa biblioteca.

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