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DICIEMBRE 2007  /  OPINIÓN

El mejor negocio

03-12-2007 4:50 p.m.

En una tertulia inolvidable oí contar que un ejecutivo de una importante firma, cuyo trabajo engrosaba su cuenta corriente en la misma proporción que consumía el tiempo libre de su agenda, consiguió “blindar” un fin de semana para pasarlo íntegro junto a su igualmente estresada y no menos brillante esposa y sus dos hijos. Consciente de sus responsabilidades paternales, intentó entablar conversación con el mayor de los chicos, que debía tener por entonces 8 ó 10 años y, para ello, recurrió a un tema atractivo y siempre original, muestra de que la perspicacia y creatividad de nuestro hombre, como no podía ser menos, también lo acompañaba en su vida privada. Miró sonriente a los ojos del chiquillo y le lanzó la endiablada pregunta:

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- “Oye, ¿tú a quién quieres más, a mamá o a papá?”

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En contra de lo que usted y yo suponíamos el muchacho no se tiró al suelo de risa ni puso en su playstation un juego bien adictivo para desconectar cuanto antes del asunto, sino que muy en su papel replicó:

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- “¿Me lo preguntas en serio?¿No te enfadarás si te digo la verdad?”

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- “Por supuesto que no, hijo. Dime.”

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- “Yo, en realidad, a quien más quiero es a Jorge”

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- “¡¡¡A Jorge!!!” – replicó su padre con visible tono de alarma “¿y se puede saber quién demonios es Jorge?”

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- “Jorge es el jardinero que cuida nuestra casa. Cuando llegamos del colegio mamá y tú estáis trabajando y él siempre anda por aquí. No le importa perder su tiempo conmigo, me pregunta cómo me ha ido el día, le interesan mis cosas y siempre me ayuda cuando tengo algún problema.”

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Nuestra sociedad del bienestar nos permite (al menos en España) un nivel de vida como jamás se ha disfrutado en la Historia, pero también nos impone un precio alto, sobre todo cuando se ocupan puestos de responsabilidad: horarios eternos, cerebros con terminal GSM incorporado, compromisos ineludibles, cenas inevitables, partidos de golf, tenis o paddle que no se pueden perder.

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Todo esto debe ser contagioso, porque los mismos síntomas se aprecian en personas de los más diferentes estratos sociales y las más variadas ocupaciones profesionales.

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Ellos y ellas, inmersos en sus ocupaciones, suelen decir que lo primero son sus hijos. Que trabajan para que los chicos tengan todo lo que ellos no han tenido o para que no les falte lo que ellos pudieron disfrutar. Fruto de ese desvelo son los cientos de regalos que les hacen cada año, el dinero que ponen a su disposición, las comodidades que llenan su hogar.

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¿Y el tiempo?. Una hora es el regalo más preciado que se le puede hacer a una persona en este mundo de prisas. Contamos los minutos como si fueran doblones y los dedicamos a lo que verdaderamente nos importa. Sabemos que conocer a una persona lleva mucho tiempo, y por ello antes de cerrar un negocio, antes de depositar la confianza en un colaborador, se le hace la corte: largas sesiones de trabajo, comidas sin prisa ni televisión, conversación imprescindible para saber con quien se juega uno los cuartos.

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En cambio a los hijos parece que tenemos derecho a conocerlos por pura genética. Cuando uno cuenta sin trampas las horas que ha estado con sus muchachos esta última semana, los minutos de conversación que ha mantenido; cuando uno reflexiona sobre qué sabe realmente de su vida, de sus verdaderas inquietudes, lo normal es que le asalte una sensación poco agradable. Si es prudente no se conformará con decirse que al fin y al cabo todo lo hace por ellos. Si es prudente verá que no se trata de tocar a rebato, hacerse el imprescindible, forzar conversaciones que carecen de sustancia porque no se basan en verdadera confianza. Primero hay que saber simplemente estar junto a ellos, invertir tiempo en contemplarlos. Luego habrá que ganar su confianza abriendo parte de nuestra propia intimidad, porque sin ese requisito no tenemos ningún derecho a pedir que nos dejen entrar en la suya. A veces se tiene la suerte de que los chicos tengan menos de 9 ó 10 años y se descubre que estaban deseando este momento. Otras uno intenta acercarse y se encuentra con un adolescente desconocido que tiene la misma cara que aquel bebé con el que yo jugaba, pero que en poco más se le parece, por lo que habrán de multiplicarse tanto las horas empleadas como las dosis de paciencia… y de humildad.

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Uno de los personajes más interesantes del siglo XX solía decir a sus amigos: “tus hijos son tu mejor negocio”. Es verdad. Cuando algo va verdaderamente mal, cuando el fracaso académico o personal es imposible de camuflar o cuando el chico se deja atrapar en las redes de la droga (de las que nadie está suficientemente lejos) cualquiera está dispuesto a dedicar todo el tiempo del mundo, a gastar lo que no tiene aunque antes no haya querido invertir lo que sí tenía. Todo lo demás pasa en el acto a tercera división.

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Los negocios requieren tiempo y los buenos negocios mucho tiempo. No parece descabellado dedicar horas de reloj a educar a los hijos, a disfrutar con ellos, a enseñarlos a ser felices mostrándoles cómo uno es feliz con ellos.

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Si la apretadísima agenda no permite esos “lujos”, al menos puede uno encomendarse a todos los santos de la corte celestial y a los dioses del Olimpo para que le toque un jardinero como Jorge.

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