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DICIEMBRE 2007  /  OPINIÓN

El rincón del Genil

03-12-2007 4:50 p.m.

El Encala

Los dominios del Encala eran un pequeño remanso en la margen izquierda del Genil, a modo de bahía microscópica, en el que se situaba una soga que unía la orilla con una estaca clavada en el corazón del río, y que sobresalía ligeramente a su nivel. Además, una especie de chozas de madera a modo de vestuarios y dos altillos de fábrica de madera que se sumergían en el agua, y a los que pomposamente denominaban el primer y segundo trampolines.

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Aquel tal Joaquín, entre cal y cal, ejercía de bañista con temple militar de ex divisionario. Nadar no lo recuerdo, pero mandar sí. En aquel reino infantil de terror a las profundidades fluviales, de las que solo nos protegía aquella soga benevolente, el Encala nos gritaba con furia para que nos defendiésemos sin ayuda, del metro y medio de agua que había bajo nuestras cabezas, sin dejar intervenir a las madres en nuestro socorro, pues a los padres ni siquiera les estaba permitido estar allí hasta la hora de la sobremesa.

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Ese sol de justicia, o más bien ese sol injusto, que castiga en nuestra tierra a cuerpos y almas entre Santa Ana y San Joaquín, y aun a veces antes y después, nos empujaba a cruzar el puentecillo de la Alianza y atravesar el Tarajal entre la huerta del niño Hierro, la azuda, y ese peñón en miniatura al que solo le falta la bandera británica, y encaminar nuestros pasos entre juncos y frutales hacia el territorio de aquel jerarca de la natación.

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Aquel tal Joaquín, usaba sobre una piel blanca sin propensión al moreno, un meyba azul desteñido, que ocultaba el ombligo y se extendía hasta las rodillas. En su espíritu, me parecía a mí adivinar mayor vínculo con la milicia que con el socorrismo. A aquel templario de vías fluviales no le faltaba sino prenderse sobre la piel o en el meyba azulón la medalla al valor que probablemente se ganó en la campaña de San Petersburgo.

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Las sesiones de tarde reservadas a la población masculina, eran de menor actividad para el Encala, pues la mayor parte de la parroquia sabía nadar. Era una clientela heterogénea donde no faltaban los atletas del agua. Los trampolines entraban en uso, se atravesaba el río hasta la otra orilla, y algunos se aventuraban hasta la Alianza para nadar luego río arriba, contra corriente. La tertulia se concentraba en las posibilidades del campeón local, Velasco, de atravesar a nado el estrecho de Gibraltar.

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Como ya se sabe, después de Feria refresca y la Cuaresma está al caer. En mis paseos preotoñales hacia la bahía del Encala advertía dos novedades: la presencia de los membrillos en la arboleda del camino, y la de nuestros héroes del balompié que más tarde nos conducirían a la segunda División, y que debían de hacer parte de la pretemporada nadando en el Genil.

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Un verano, mientras el Encala le clavaba su estaca al río como un vampiro por su supervivencia, observó cómo en la otra orilla el progreso levantaba un tinglado de chiringuitos con limonada y cerveza de barril: le llamaron nada menos que Torremembrillo.

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Aquel tal Joaquín desenclavó su estaca como desenclavaron al Cristo, se la cargó a la espalda y se fue al cuartelillo de la Guardia Civil. Preguntó si había alguna campaña para reengancharse. Pero en aquellos días, no había más guerra que la guerra fría, como la que los niños entablamos con él. Archivó el meyba, y no se volvió a sumergir.

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