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Siempre se ha dicho que lo peor de la pintura abstracta es que hay que molestarse en leer los títulos de los cuadros para saber lo que se está mirando.
\r\nNos gustaría recoger, para abrir este artículo, una anécdota atribuida a don Miguel de Unamuno. El autor de “San Manuel Bueno, mártir” asistía a una exposición de pintura abstracta cuando el pintor, al reconocerlo, se le acercó y le preguntó si le gustaba. La respuesta del escritor fue contundente: “no, en absoluto”. Ante tan contundente muestra de sinceridad, el artista se defendió alegando que pintaba así porque ésa era su forma de ver el mundo. Unamuno, sorprendido por la respuesta, se limitó a decir: “Ufff… y si es verdad que usted ve el mundo así, ¿por qué lo pinta?”.
\r\nNada tenemos en contra de la pintura abstracta; sin embargo, no entendemos que esta manifestación artística desplace otras concepciones del arte que están más en consonancia con la sensibilidad de la mayoría nosotros, es decir con aquéllos que, hasta que no leemos el título de uno de estos cuadros, no tenemos ni la más remota idea de lo que estamos contemplando.
\r\nPor esta razón, este mes, queremos recordar a uno de nuestros más ilustres y meritorios pintores: Rafael Romero Barros. Una sensibilidad desbordante que parecía convertir en arte todo aquello en lo que se posaban sus ojos. Una persona comprometida con su entorno y con su sociedad hasta extremos difíciles de concebir. Un alma que supo encarnarse en una ciudad distante y poco propicia a las muestras de afecto y reconocimiento.
\r\nRafael Romero y Barros nace en Moguer (Huelva), el 30 de mayo de 1832. Al día siguiente, es bautizado en la Iglesia Parroquial de Nuestra Señora de la Granada, con el rimbombante nombre (muy en consonancia con la costumbre de la época) de Rafael Fernando Antonio de la Santísima Trinidad. Pertenecía a una humilde familia de trabajadores que emigró desde Pozoblanco a la localidad onubense con la esperanza de mejorar su situación económica. Moguer supo apreciar la importancia de ver nacer a Romero Barros hasta el punto de que, con el tiempo, llegó a cambiar el nombre de la calle en que nació por el de este ilustre pintor.
\r\nSin embargo, su estancia en Moguer apenas duró tres meses. El escenario de su vida se sitúa entre dos ciudades: Sevilla y Córdoba. Su formación la adquiere en la capital hispalense, a la que llega prácticamente recién nacido, y su madurez artística y humanitaria la alcanza en nuestra ciudad.
\r\nA los doce años ingresa en la Universidad Literaria de Sevilla. En honor a al verdad, hay que reconocer que no fue un gran estudiante. Esta mediocridad se debía a que, antes que llorar de aburrimiento en un aula gris y sobria, prefería deambular por la ciudad, recorriendo sus calles, plazas y rincones, contemplando el milagro que la vida reserva a aquellos que saben mirar la realidad del modo adecuado. Esta afición de Romero Barros a vadear sus responsabilidades académicas recuerda a la frase de Mark Twain: “nunca he permitido que la escuela entorpeciese mi educación”.
\r\nSus primeros pasos en la pintura los da de la mano del paisajista sevillano Manuel Barrón, recreándose en los clásicos barrocos, a los que acude sin cesar, tomándolos como referencia y punto de partida. Cobra especial importancia su paso por la Escuela de Santa Isabel de Hungría, no sólo por el aprendizaje recibido, sino también por la conciencia que toma sobre la necesidad de este tipo de centros de instrucción popular. Más adelante, en Córdoba, promovió con especial énfasis la creación de la Escuela de Bellas Artes.
\r\nSe casó en la sevillana Capilla del Sagrario, con la Rosario Torres Delgado y tuvo, a lo largo de su feliz vida conyugal, ocho hijos: Eduardo, Carlos, Rafael, Enrique, Rosario, Fernando, Julio y Ángela.
\r\nEn 1862, con treinta años, viene a nuestra ciudad para ocupar el cargo de conservador del Museo Provincial de Pinturas de Córdoba. La actividad cultural desplegada por Romero Barros en nuestra ciudad es prácticamente increíble. Lejos de la concepción elitista del arte, trata de llevar este a todas las clases sociales, procurando no desdeñar los oficios que, más que arte, producen artesanía.
\r\nSu labor como artista es admirable; sin embargo, su trabajo como maestro de maestros es a todas luces excepcional. Fue profesor de artistas de la talla de Mateo Inurria, de su hijo Julio Romero de Torres y de Muñoz Lucena, entre otros. Tampoco podemos olvidar la profunda huella que dejó en muchos de sus discípulos cuyas obras, por diversos motivos, no llegaron a alcanzar el reconocimiento de los citados artistas. Sin ir más lejos, a título de ejemplo, el escritor Enrique Redel fue discípulo de Romero Barros y, a pesar de haber “colgado” los pinceles para afilar la estilográfica, siempre tuvo arropado a su maestro entre la admiración y el cariño.
\r\nRomero Barros destaca por su altruismo. En todo momento, fue un hombre preocupado por hacer llegar sus conocimientos a los estratos de la sociedad cordobesa. Si bien es cierto que dio clases particulares a domicilio a todos aquellos que podían permitírselas; también mostró su preocupación por constituir instituciones de enseñanza gratuita; haciendo especial hincapié en transmitir sus conocimientos artísticos a quienes los precisaran para el desempeño de un oficio.
\r\nNo exageramos, por tanto, si sostenemos que Córdoba fue su mejor lienzo. Dejó sobre su tela lo mejor de sí. Pulió cada detalle, cada trazo; mimó cada pincelada que extendió sobre la superficie de una ciudad en la que caló profundamente. Luchó por colocar a nuestra ciudad entre las joyas de la cultura nacional.
\r\nVoltaire sostenía que la escritura es la pintura de la voz y, en este sentido, Romero Barros no dejó de pintar por escrito. Sus opiniones sobre arte son tan valiosas como el mejor de sus cuadros. Destacamos su obra “Córdoba monumental y artística” que, publicada en 1991 por la Caja Provincial de Ahorros de Córdoba, se nos presenta como edición facsímil del manuscrito de don Rafael, que supone un verdadero lujo para bibliófilos. Al perdernos en la exquisita caligrafía de Romero Barros, nos queda la sensación de haber estado revolviendo sus papeles, las notas olvidadas en los cajones de su escritorio. Para acercarnos a su obra pictórica es imprescindible “Rafael Romero Barros, 1832-1895”, editado por Cajasur.
\r\nRomero Barros falleció en su mejor momento como artista. Nos queda la duda de saber cuanto más hubiera dado de sí su arte si su vida no se hubiese visto truncada por una insuficiencia renal, el 2 de diciembre de 1895. Leyendo las necrológicas de la prensa escrita de la época, nos podemos hacer una idea de la pérdida que para Córdoba supuso la muerte de uno de nuestros artistas más queridos, pero sobre todo, la ausencia de uno de los mecenas culturales más exquisitos que ha tenido esta ciudad.
\r\nDespués de todo, como decía Juan Gris, la pintura se ha de hacer como uno es. Un verdadero artista es aquél que se pierde en su propia obra y no sabe encontrar la salida sin dejarse una parte importante de sí mismo en el intento. Por esta razón, quizás, la mejor forma de conocer a Rafael Romero Barros es sostenerle la mirada a cualquiera de sus lienzos, acomplejarse frente a la límpida sencillez de una de sus composiciones y, sobre todo, descubrirlo y encontrarlo en cada uno de los trazos que dejó sobre la tela de una ciudad que, después de su paso, nunca pudo ser la misma.
03-05-2010 11:34 a.m.
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