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DICIEMBRE 2007  /  TAUROMAQUIA

Historias de pintores y toreros

03-12-2007 5:25 p.m.

Un mes de agosto de 1865 el pintor francés Édouard Manet, padre de una de las mayores revoluciones que ha sufrido la Historia del Arte, el Impresionismo, llegaba a Madrid para estudiar la obra de “el pintor de pintores” como definía a Diego Velázquez. No hubo lugar a la decepción y quedó maravillado con la obra del sevillano que tanto influiría en su manera de pintar. Lo que no tenía planeado el genial francés era que también se iba a quedar prendado de las Corridas de Toros. En una de las cartas que envió a sus amigos parisinos señala: “Estoy afligido, el tiempo está muy feo y temo que pospongan la corrida de toros de la tarde a la que tanto deseo acudir”. Al final se celebró el festejo de ese 3 de septiembre de 1865 en el que intervinieron los afamados Cayetano Sanz y Antonio Sánchez, el Tato, junto a Gonzalo Mora que sustituía a Antonio Carmona, el Gordito. De la presencia de Manet en la plaza madrileña aquella tarde, y otras que vinieron después, tenemos hoy dos consecuencias; una más general, una serie de impresionantes lienzos donde se reflejan momentos de la lidia repartidos hoy por museos de todo el mundo, sueño imposible para la pared del salón de cualquier aficionado, y uno más concreto, un retrato de Cayetano Sanz brindando un toro. Aprovecho el pincel de Manet para, transformado en el torero decimonónico madrileño, brindarles este artículo donde vamos a hablar de lo que llevamos haciendo hasta ahora, de pintores y toreros.

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Casi cincuenta años después el torero cordobés Rafael González, Machaquito encargaba con entusiasmo un retrato a su paisano Julio Romero de Torres. En el trasfondo del encargo una doble admiración por parte del torero hacia el que había realizado años antes el pintor de la plaza del Potro de Rafael Guerra Guerrita, (doble admiración para el cuadro en si y para el retratado) pero las consecuencias no fueron las mismas. El retrato de Guerrita se situaba dentro de la más pura tradición en el tema de efigiar a un torero: realismo, pose, densidad... sin embargo con el de Machaquito Romero de Torres realiza una obra más personal, extraña si cabe para la temática, y que si hoy le da un valor añadido a la obra, en su momento fue incomprendida por el torero al que no agradó el resultado, permaneciendo el cuadro semioculto hasta que pasó a formar parte de la colección del Museo de Bellas Artes de Córdoba donde hoy luce en su justa medida.

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Hay que entender la postura del torero que esperaba un retrato al tipo del de Guerrita, pero que en realidad aquel era el atípico en la obra de Romero de Torres ya que ese clasicismo que denota la obra fue una excepción en la producción al ser obra muy temprana, mientras que en el de Machaquito tenemos todo ese idealismo y toda esa alegoría que va a impregnar lo mejor de su producción donde el fondo toma protagonismo: se ve a Lagartijo y a Guerrita sobre sendos pedestales que flanquean a un Triunfo de San Rafael, la Corredera enmarca todo este fondo en la cual, como antiguamente en Córdoba, se está celebrando una corrida de toros, detrás de ella la torre de San Lorenzo y al fondo el Campo de la Verdad con su Calahorra. Con todo ello no es de extrañar que esta pintura sirviera posteriormente al pintor en la realización de su señera obra La Consagración de la Copla.

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El verano de 1924 Juan Belmonte pasaba el verano en la villa de Zumaya, allí tenía su estudio un pintor comedido en su trato social pero para nada huraño en su forma de ser, contrario a la ostentación pero amigo de la tertulia interesante y la diversión discreta, buscador de lo exquisito y lo pintoresco, que se llamaba Ignacio Zuloaga y que, por las características descritas de su personalidad, no nos debe extrañar que le uniera una entrañable amistad con el genio de Triana, dándose juntos a interminables charlas. De resultas de aquel estío tenemos tres retratos de Belmonte realizados por el pintor eibarrés; en ellos se recoge todos los matices de la personalidad única que tuvo Juan Belmonte y que nunca podrían ser recogidos por una fotografía pues eso transciende más allá y es algo que solamente un gran pintor puede mostrarnos. Uno de esos retratos (concretamente el titulado Belmonte en rojo y negro) colgó en el despacho del torero en Gómez Cárdena, siendo testigo de las profundas cuitas de aquel hombre profundo que un día de primavera incipiente en el campo andaluz puso fin a su vida para agrandar la leyenda que tan bien retrató Zuloaga.

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Hay que añadir, ya que hablamos de Ignacio Zuloaga, que de no haberlo tocado Dios con el don del genio para la pintura probablemente hubiera sido torero, de hecho llegó a torear en Sevilla con el alias de El Pintor. Cuando alguien lo visitaba en su castillo segoviano de Pedraza, donde pasaba largas temporadas, al enseñarles la villa y llegar a su bella plaza decía, incluso ya muy entrado en años: “aquí un día voy a tomar la alternativa de manos de Juan Belmonte, vestido de torero antiguo, probablemente de amaranto y oro...”, añadiendo después que el motivo de la demora de esta hazaña era Belmonte: “este Juan es un indigno y anda dándome largas, pero conmigo no valen mañas. ¡Tengo que terminar mi vida de matador de toros!”. Quien cuenta esto, ya que fue a uno de los que se lo refirió, es el gran don Antonio Díaz Cañabate.

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Unos veinte años después, en un burladero de la plaza de toros de Madrid, el pintor Daniel Vázquez Díaz contempla asombrado una faena de Manuel Rodríguez Manolete. Al terminar el festejo solo le ronda una idea en la cabeza: Tengo que pintar un retrato del torero. Unos meses después Camará presenta a ambos, la faena estaba empezada, el célebre retrato de Manolete se estaba gestando. Es el propio Vázquez Díaz el que nos cuenta como se forjó la obra en su libro “El retrato de Manolete”. Cuenta el pintor de Nerva que quería que el retrato fuera vestido de tabaco y oro, y que el diestro cordobés no tenía ese terno, pero que tuvo la amabilidad de encargarle uno al sastre; unos meses después telefoneó Manuel al pintor para comunicarle que ya tenía el traje tabaco y oro y que esa tarde lo estrenaba en Madrid. Ese mismo día empezaron los bocetos del cuadro buscando en ellos la expresión que mejor delatara al torero. Cuenta Vázquez Díaz, “me interesó de Manuel su elegancia y señorío, su caballerosidad, su silencio; y del torero, su impresionante psicología”.

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También relata el pintor onubense que empezó el retrato con mucha preocupación (y eso que era un consumado maestro en este campo), “pensaba más que pintaba”, afirma, hasta que un día irrumpió en el estudio su mujer anunciándole la muerte de Manolete; más dificultad para el artista que terminó en 1949 este “retrato póstumo” del Monstruo. “Lo seguiré después de muerto, dije estremecido; y un día tras otro fui añadiendo al retrato la tragedia, la mirada muy lejos..., la frente llena de presagios y el terrible presentimiento”. Para ello le ayudó el doctor Tamames, buen amigo suyo, que le narró la agonía del torero de la que fue testigo directo. Uno de esos intentos que llevaron a culminar esta obra lo tenemos en el Museo Taurino de Córdoba, en un lienzo que retrata en busto al Califa, previo al de cuerpo entero que culmina esta historia.

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Terminamos este pequeño paseo por la Pintura a través de algunos de los retratos más célebres de los más afamados toreros realizados por significativos pintores dentro de la temática taurina; ni los retratos ni sus ejecutores son los únicos en este elenco que supone la buena combinación que resulta de la Pintura y el Toreo, aunque sí resultan destacables y significativos dentro de la temática del retrato (no hemos salido al ruedo donde encontraríamos gran cantidad de obras maestras y otros nombres dentro del parnaso de la Pintura). Para terminar volvemos al principio y nos despedimos con otra obra de E. Manet, esta vez de un torero anónimo que muerto en el ruedo supone también el final de estas líneas.

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