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ENERO 2008  /  TAUROMAQUIA

Nuestra forma de ser

01-01-2008 2:14 p.m.

Un rasgo peculiar de nuestra idiosincrasia trasladado a la Fiesta Nacional

Es un rasgo propio de nuestra forma de ser, algo intrínseco al ser español, la manera que tenemos de comportarnos con los grandes personajes y, por tanto, su reflejo en la manera de elevar a cualquier mediocre que, a la sombra del árbol del ser excepcional que en faceta y tiempo le corresponde, crece hasta conseguir el favor de un pueblo en su afán de no saber reconocer el triunfo total de alguien. Muchas veces aprovechamos a cualquier mediano para resarcirnos de ese defecto tan nuestro de no saber reconocer la excelencia de nuestro vecino más cercano, entonces las pastas de los libros se abren de par en par a personajes cuya principal virtud (no siempre la única, para no ser radical en mis juicios) es haber coincidido con el genio en su profesión o actividad, cuando esta coexistencia, en realidad, debería significar la ruina o depresión del sujeto en cuestión al medirse con alguien con el que cualquier enfrentamiento le acarrearía la derrota más anunciada.

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Colocándonos en el tamaño del mapa que deseemos, desde el barrio o pueblo de uno hasta abarcar la piel de toro en su totalidad, si el de al lado hace poemas como Machado, novela como Galdós, piensa como Ortega y Gasset, pinta como Dalí, esculpe como Benlliure, compone como Falla... (cualquier faceta creativa que usted desee es válida) siempre acabará por tener a su lado un coro de españolitos enalteciendo al fulanito de turno que en su subconsciente es mucho mejor, para así sacar a flote nuestro ancestral impulso de no reconocer que el genio puede ser vecino nuestro.

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Más curiosa es esta posición tan nuestra ante la vida cuando la trasladamos a la política (ese castigo divino con el que Dios escarmentó a Adán para que lo padeciéramos sus hijos). Aquí un memo sonriente (o mema para que no me tachen de políticamente incorrecto) tan incompetente como feliz de haberse conocido se puede perpetuar en su cargo a costa del eficiente y serio mandatario que proponga soluciones adecuadas al momento que vivimos. O si abrimos las páginas de los libros de Historia, ahora que este recién estrenado 2008 nos trae, de la mano de esa moda de los centenarios, el recuerdo del ominoso Rey que hace doscientos años aclamaron nuestro antepasados al grito de vivan las caenas y que nos devolvió de un plumazo otros doscientos años hacía atrás (esto a nivel de reyes, figúrense ustedes si vamos bajando en el escalafón hasta llegar a su comunidad de vecinos).

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Pero aquí tenemos que hablar de Toros y, por tanto, vamos a trasladar esta idea al mundo de los toreros, donde si bien es verdad que no siempre es tan drástico el rasgo hispánico (pues todos los que van a pasearse en estas líneas eran toreros y por tanto se jugaban la vida, algunos la perdieron) si es muy ilustrativo. Al fin y al cabo no hay nada más nuestro, guste o no, y por tanto donde mejor van a quedar reflejados los sentimientos patrios, más aun si nos trasladamos a los siglos pasados cuando, de verdad, los españoles eran, con todos sus defectos pero con toda sus grandezas y peculiaridades, españoles.

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Empezamos, que mejor manera, en este análisis donde los méritos van por un lado y la popularidad por otra, por el principio de todo: último cuarto del siglo XVIII. Empiezan a hacerse famosos los toreros de a pie con el célebre José Matilde Delgado Guerra, conocido como Pepe-illo; fue torero popular, también fuera de los ruedos pero fue infinitamente inferior en su toreo a su contemporáneo el rondeño Pedro Romero, dominador del toro como pocos, excelente estoqueador (ambos aspectos fundamentales en aquellas calendas) y que es el primero que introduce dosis de arte en esa lucha con la fiera que era la Tauromaquia. Lo mismo ocurría en el tema de la fama entre Illo y su paisano el sevillano Joaquín Rodríguez Costillares, este era mucho mejor diestro, y creador de suertes, pero menos popular. Las consecuencias de esta rivalidad entre la popularidad y la valía la tenemos en el final de cada uno: Pepe-illo entre las astas del toro Barbudo (11 de mayo de 1801, plaza de toros de Madrid) y Romero retirado en su casa de Ronda pudiendo jactarse de haber estoqueado cinco mil toros sin sufrir cogida alguna.

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Repetición de lo comentado, con las dosis de evolución que los tiempos introducen, acontece unos años después con el diestro sevillano Francisco Herrera Rodríguez, Curro Guillén en los carteles, del que Cossío afirma que era “mimado por todos los públicos y endiosado hasta límites no alcanzados por políticos y hombres públicos de entonces”. Su rival en el ruedo fue un torero “largo” que va a dar amplitud al balbuceante aún concepto del toreo e indiscutiblemente mejor torero que Curro Guillén; nos referimos a Jerónimo José Cándido, torero de Chiclana de la Frontera. Las consecuencias, similares al caso anterior ya que al diestro sevillano lo mata un toro de Cabrera en Ronda el 21 de mayo de 1820 mientras que el gaditano estuvo toreando hasta los ¡75 años! de edad.

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Casi todo el mundo, por muy poco que sean sus conocimientos taurinos, ha oído hablar de Francisco Arjona, conocido como Curro Cúchares; sus genialidades eran muy apreciadas por el gran público del que gozó del favor frente a un torero de irreprochable estilo como fue José Redondo, el Chiclanero. Frente al toreo de adornos, más superficial de Cúchares, estaba el profundo del torero de Chiclana, pero es mucho más famoso el diestro sevillano que a pesar de sus méritos, que los tuvo, hemos llegado a aceptar la incomprensible frase de designar al toreo como “el arte de Cúchares” cuando evidentemente hay otros nombres, algunos que ya han salido en estas líneas, más acreditados para aparecer en tan desacertado axioma.

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En este punto he de hacer un paréntesis, en la temática que nos ocupa, para desde esta revista cordobesa reivindicar la importancia de la localidad gaditana de Chiclana como pilar básico para la Tauromaquia. A los nombres aquí citados (Jerónimo José Cándido, José Redondo, el Chiclanero) hay que añadir el fundamental de Francisco Montes, Paquiro que fue el que reglamentó la lidia tal y como la conocemos hoy. Tres nombres fundamentales en la Historia que colocan a Chiclana en el mismo grado de importancia que tienen Ronda, Sevilla y Córdoba en esto del arte de torear.

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Tras este pequeño inciso volvemos a lo que nos ocupa, ya pasada la mitad del siglo XIX, con la rivalidad taurina entre Rafael Molina, Lagartijo y Salvador Sánchez, Frascuelo. Si bien el granadino era un magnífico torero no llegó a la altura de Lagartijo el Grande y aunque el cordobés gozó del reconocimiento de los públicos nunca en las dosis de popularidad que alcanzó Frascuelo, insisto magnífico torero.

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Más evidente es el asunto que nos está llenando estas hojas de la revista en la última página de la Tauromaquia que abrimos, cuando casi alcanzamos el siglo XX. La cumbre de su época fue sin duda Rafael Guerra, Guerrita, mandó indiscutiblemente en el toro y en el toreo, pero en ese aspecto de la idiosincrasia española que venimos reflejando, el pueblo elevó a los altares taurinos a un torero corto que se llamó Manuel García El Espartero. Las consecuencias son las mismas que en muchos de los casos descritos, uno entre las astas de un toro, Perdigón de Miura en este caso, y el otro sentado en su trono de la cordobesa calle Gondomar.

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Aproximadamente 150 años de historia, de España y de la Tauromaquia, donde se demuestra ese rasgo tan español de llevar el mérito por distintos caminos que la popularidad, y no olvidemos que los españoles de esos años (1750 a 1900) eran sobre todo eso: españoles. Hoy, que tendemos a ser anglosajones, la gente ya no refleja tanto esta peculiaridad en los Toros, que han pasado a un segundo término entre las preferencias patrias, aunque todavía se dan casos, recuerden hace unos años los lectores cordobeses: un novillero alcanzando unas cotas artísticas que difícilmente volveremos a ver, en seguida surge el popular que no le llega ni a la punta de la zapatilla, como reacción española ante la figura superior. Por mucho que intentaras hacer entrar en razón al furibundo partidario de ese torero con pies de barro lo único que podrías lograr era que te mandara con viento fresco. Lógicamente aquella invención quedó al descubierto cuando dos temporadas después el torero en cuestión desaparecía del escalafón en el que apenas había aparecido (creo que no hace falta que dé los nombres, ya que fue en Córdoba hace apenas 20 años) demostrando que solamente nos queda ese juez insobornable que es el tiempo, que pone a cada uno donde corresponde.

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No debemos alargarnos más pues hemos dejado patente una característica tan española demostrada en la más española de sus expresiones. Con todo, sus defectos y sus virtudes, sigan siendo españoles y recuerden que España no es un invento de ningún militar gallego de mediados del siglo XX sino que hunde sus raíces en la noche de los tiempos, el nombre se lo pusieron los fenicios más de mil años antes de Cristo, y su bandera no fue diseñada antes de ayer como esa que dice representar a una nación, que nos encontramos en todas partes y que es la de Inglaterra con los colores cambiados. En nombre de ese sainete moderno queman la nuestra, que no quemen nuestro orgullo.

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