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FEBRERO 2008  /  LITERATURA

Luis de Góngora

01-02-2008 12:43 p.m.

Luminosa oscuridad.

Suele suceder que una tarde, especialmente si la lluvia lagrimea en los cristales, nos sentimos inspirados y nos da por creer que todo el monte es orégano (o, como diría el poeta, que todo el monte de Venus es orgasmo) y garabateamos pensamientos sobre la nívea blancura de un cuaderno. La verdad, en demasiadas ocasiones, es triste: una cosa es la sensibilidad, que está al alcance de cualquier alma a flor de piel, y otra bien distinta es la poesía. Un pensamiento puede llegar a ser poético y, sin embargo, quedarse muy lejos de ser poesía.

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En los tiempos que corren, no es fácil distinguir la poesía de la prosa. Se ha llegado a afirmar que, en la poesía, las palabras dicen más de lo que dicen, mientras que, en la prosa, dicen lo que dicen. Quizás. Sin embargo, escribir en verso implica el sometimiento a unas normas métricas, rítmicas, una sujeción a la cadencia interna del lenguaje. La rima es prescindible, pero aporta al verso mucho más de lo que hoy en día se nos pretende hacer creer.

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Desde luego, romper las reglas del juego es una licencia permisible y deseable en muchas ocasiones, pero para quebrar esas normas, llegado el momento, el poeta ha de conocerlas. Robert Frost sostenía que escribir verso blanco equivale a jugar al tenis sin red. A veces, da la sensación de que la inmensa mayoría de los poetas actuales no se somete a las reglas de la métrica y la rima porque sencillamente las desconoce. A todos aquellos que dicen que la métrica es la claustrofobia del sentimiento, habría que recomendarles que leyeran a Machado y a Miguel Hernández, o a Quevedo y a Góngora.

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“Poesía es todo lo que se mueve, el resto es prosa”, afirma Nicanor Parra, y no le falta razón. Los versos de Góngora, llenos de sombras y oscuridades, no dejan de moverse; cuando volvemos a ellos, nos damos cuenta de que no están donde los dejamos la última vez. Su obra fluye, crece y retoña con la magia de las palabras que no caducan, sino todo lo contrario. Es capaz de componer poemas de amor y poemas satíricos con la misma facilidad. El clavel y la espada.

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Don Luís de Góngora y Argote nació en Córdoba, en 1561. Sus padres fueron don Francisco de Argote y doña Leonor de Góngora; alteró sus apellidos, dicen que por motivos de sonoridad. Fue sacerdote y racionero de la Catedral. Sin embargo, no nos equivocamos si decimos que carecía de toda vocación religiosa. De hecho, fue amonestado por el obispo Pacheco por dedicar su ocio, y lo que no es su ocio, a componer versos satíricos, jugar a las cartas y otras actividades poco propias de un hombre de Dios. Las pocas veces que asistía al coro, no paraba de hablar. Era pendenciero y, por lo que nos cuenta Ramírez de Arellano, de joven, se batió en duelo por una muchacha.

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Perdió la memoria y murió de una apoplejía en la más absoluta pobreza, el 23 de mayo de 1627.

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En su obra se aprecian dos periodos: uno más liviano, por denominarlo de alguna manera; y otro, a partir de 1610, en el que se oscurece, se vuelve más indescifrable. De hecho, para afrontar su poesía, hace falta una considerable cultura (por ejemplo, su obra está sembrada de guiños mitológicos, cosa rara en alguien que no debiera creer en dioses paganos).

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Como muestra de sus poemas de amor, citaremos su soneto más célebre:

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“Mientras por competir con tu cabello,

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oro bruñido al sol relumbra en vano;

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mientras con menosprecio en medio el llano

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mira tu blanca frente el lilio bello;

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mientras a cada labio, por cogello.

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siguen más ojos que al clavel temprano;

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y mientras triunfa con desdén lozano

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del luciente cristal tu gentil cuello:

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goza cuello, cabello, labio y frente,

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antes que lo que fue en tu edad dorada

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oro, lilio, clavel, cristal luciente,

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no sólo en plata o vïola troncada

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se vuelva, mas tú y ello juntamente

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en tierra, en humo, en polvo, en sombra, en nada.”

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Sus letrillas son insuperables. En ellas, encontramos su lado más juguetón. Citaremos el fragmento de una en la que aprovecha el estribillo para citar nuestra célebre Plaza del Potro:

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“Si por unos ojos bellos,

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que se los dio el cielo dados,

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quieren ellas más ducados

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que tienen pestañas ellos

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alquilen quien quiera vellos,

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y busquen otro

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que yo nacido en el Potro.”

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No es del todo cierto, Góngora nació en la calle de las Pavas (hoy conocida como calle Tomas Conde).

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Como escritor satírico es insuperable. Sólo Quevedo fue capaz de sostenerle la mirada. De hecho, uno de los méritos más destacables de Góngora es haber sacado a Quevedo de sus casillas.

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Precisamente, cuenta la leyenda que el desencadenante fue una letrilla que el cordobés dedicó al río Esgueva. Copiemos un fragmento en el que Góngora sostiene que parte del caudal del río procedía de las necesidades fisiológicas de las vallisoletanas:

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“Lleva el cristal que le envía

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Una dama y otra dama,

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Digo el cristal que derrama

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La fuente de mediodía,

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Y lo que da la otra vía,

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Sea pebete o sea topacio;

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Que al fin damas de Palacio

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Son ángeles hijos de Eva.

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¿Qué lleva el señor Esgueva?

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Yo os diré lo que lleva.”

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Quevedo era irascible y fácilmente irritable. Quevedo era una mina antipersonal; sin embargo, nadie como Góngora supo batirse en duelo con él de igual a igual y herirlo de muerte. La relación entre Quevedo y Góngora constituye el duelo más cruel y apasionado de la literatura, no ya española, sino universal.

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Son célebres los poemas que se cruzaron como pedradas contra los cristales del alma. Se atacaban sin pudor, con mala fe, con dolo, con rencor, con bilis; no obstante, el cordobés supo ser más elegante. Quevedo era más desmedido, más desbordado, más visceral.

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Este duelo de colosos merece un artículo aparte, por lo que preferimos dejarlo para otro momento.

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Quisiéramos despedirnos con el soneto que don Luís de Góngora dedicó a nuestra ciudad:

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“¡Oh excelso muro, oh torres coronadas

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De honor, de majestad, de gallardía!

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¡Oh gran río, gran rey de Andalucía,

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De arenas nobles, ya que no doradas!

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¡Oh fértil llano, oh sierras levantadas,

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Que privilegia el cielo y dora el día!

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¡Oh siempre glorïosa patria mía,

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Tanto por plumas cuanto por espadas!

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Si entre aquellas rüinas y despojos

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Que enriquece Genil y Dauro baña

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Tu memoria no fue alimento mío,

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Nunca merezcan mis ausentes ojos

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Ver tu muro, tus torres y tu río,

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Tu llano y sierra, ¡oh patria, oh flor de España!”

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