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MARZO 2007  /  PERFILES

El Gran Capitán

01-03-2007 1:47 p.m.

La Historia transita por curiosos senderos. Todos aquéllos que visiten Córdoba y pregunten por la conocida plaza del caballo, encontrarán una imponente estatua ecuestre realizada por Mateo Inurria en honor del Gran Capitán. La cabeza del jinete es nívea, en claro contraste con la oscuridad del resto de la escultura. Esta particularidad fue pensada para que el busto resaltara al recortarse sobre la sierra cordobesa. Con posterioridad, las autoridades frustraron la idea del escultor al cambiar la ubicación de la misma. Otra cosa que muchos turistas no saben es que, cuando desembocan en la plaza de las Tendillas y miran a la estatua fijamente a los ojos, no están contemplando el rostro del Gran Capitán, sino el de Lagartijo. El escultor quiso rendir su particular homenaje permitiendo que la gente confundiera el semblante de uno de los personajes más admirados de la historia con el de su amigo. Un conocido personaje, al contemplar una estatua de Lagartijo, no pudo evitar el comentario: “tiene toda la cara del Gran Capitán”. Puede parecer una perogrullada y probablemente lo sea, pero hay quien dice que cualquier tiempo pasado fue anterior. Es decir, deberíamos dedicar más energías a mejorar el presente, aprovechando lo poquito que podamos aprender de los errores y aciertos de nuestros antepasados. Nada ganamos defendiendo posturas pretéritas. En estos tiempos que corren, faltan dirigentes, carecemos de personas con carisma que sepan conducirnos, guiarnos, mostrarnos una luz y un camino. Unos por malos y otros por tontos, nuestros políticos se han propuesto ponernos las cosas difíciles cada vez que tenemos que enfrentarnos a una urna.

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Ésta es la razón que nos mueve a recordar desde estas páginas a uno de los personajes más emblemáticos de la historia, un hombre comprometido y al servicio de una causa, un hombre que llegó a brillar tanto que hasta su mismo rey temió ser eclipsado… Ya se sabe que cuando surge un genio, nunca faltan unos cuantos necios que se confabulen en su contra.

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Don Gonzalo Fernández de Córdoba, conocido por su excelencia en el arte de la guerra como el Gran Capitán, nació en Montilla el 1 de septiembre de 1453. A lo largo de su vida, atesoró los títulos de duque de Santangelo y duque de Terranova. Fue el segundo hijo del noble caballero don Pedro Fernández de Córdoba, quinto Señor de Aguilar de la Frontera, y quedó huérfano a los dos años. Al faltarle la figura paterna, fue enviado a Córdoba y su educación se encomendó a don Diego Cárcamo, un discreto caballero que se preocupó de instruir conveniente a Gonzalo y a su hermano. En aquella época, ejerció como paje del príncipe Alfonso y formó parte de la comitiva de la princesa Isabel.

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Se sabe que además de unas dotes humanas extraordinarias, Don Gonzalo poseía una serie de virtudes muy útiles y poco frecuentes. Dejando a un lado su incuestionable pericia en el manejo de las armas, destacó por su condición de estratega, por su intuición, por su mano izquierda en el trato con amigos y enemigos, por su generosidad y por su nobleza… Quizás convenga informar al lector de que la grandeza de don Gonzalo daría para llenar varias páginas de lisonjas y piropos, reconociendo que finalmente acabaríamos rematando la lista con un par de “etecéteras”; de manera que dejaremos que la imaginación de quien lea estas páginas complete la relación de adjetivos, no sin antes avisar de que es probable que se quede corto. Por poner un ejemplo, además de un inconmensurable militar, fue un aventajado espía y un excelente negociador.

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A una edad muy temprana se desposó con una prima suya, Isabel de Montemayor. Desgraciadamente, su mujer falleció sin dejarle descendencia.

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Como se esperaba de un segundón de la nobleza y careciendo de lazos familiares que lo anclaran, inició la carrera militar, destacando como soldado en el frente de Granada, concretamente en el sitio de Tájara y en la conquista de Illora; participando, además, por encargo de Fernando el Católico, de forma decisiva en la rendición de Boabdil, en el año 1492.

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Como agradecimiento por los servicios prestados, recibió una serie de privilegios que contribuyeron a engrandecer su fortuna, pero, por encima de todo, gracias a estas primeras hazañas, empezó a consolidar una merecida fama que no lo abandonaría jamás, incrementándose más si cabe tras su muerte.

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En 1494, Carlos VIII de Francia, no se sabe bien si haciendo un alarde de ingenuidad o de estupidez, se adentró en los Estados pontificios. Ante las reiteradas peticiones del Papa valenciano Alejandro VI, Fernando el Católico tendió una trampa sutil a Carlos VIII y éste cayó de lleno. La guerra estaba más que justificada y, para combatir al invasor, además del papado, se aliaron Venecia, Austria, Milán y España. Don Gonzalo fue enviado a combatir junto a Alfonso II.

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No queremos aburrir al lector con los pormenores de la batalla, sólo diremos que la intervención del Gran Capitán resultó decisiva, reinventando el arte de la guerra y sacando partido a todos los recursos que se encontraban a su alcance. Por ejemplo, supo mejor que nadie redimensionar el cometido de la artillería, de la infantería y de caballería, todo combinado con el apoyo naval. No es exagerado decir que don Gonzalo es el creador del ejército profesional español. Después de tres años, logró la victoria. Desde ese momento don Gonzalo Fernández de Córdoba fue conocido por todos como el Gran Capitán.

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En 1502, sobre la base de un acuerdo con los franceses, don Gonzalo capitanea una segunda expedición, más penosa y trabada, pero no menos exitosa, e hizo que España ocupase su parte del reino de Nápoles. No obstante, no tardan en surgir de nuevo hostilidades entre españoles y franceses, y, dada la superioridad numérica de estos últimos, el Gran Capitán se ve forzado a recurrir a su ingenio como estratega para contener los ataques enemigos mientras llegaban los refuerzos. Los franceses llegaron a afirmar que “no habían combatido con hombres sino con diablos”.

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En la batalla de Ceriñola, derrotó al duque de Nemours que murió en combate. Otra de las virtudes de don Gonzalo era su magnanimidad, pues sabía respetar al enemigo y, llegado el caso, encargar las exequias y las honras funerarias dignas de quien ha peleado con honor.

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Cuando terminó la guerra, fue nombrado virrey de Nápoles y gobernó durante cuatro años, tras los cuales, a la muerte de Isabel la Católica, el rey Fernando le retiró el cetro. Esta pérdida de confianza se debía a las inseguridades del monarca y a las envidias que don Gonzalo suscitaba entre quienes prestaban consejo al rey. Era idolatrado por todos, pero fue su popularidad lo que le hizo parecer excesivamente peligroso. A pesar de que quiso congraciarse con el rey y de que le solicitara terminar sus días en Nápoles, murió en Granada, el 2 de diciembre de 1515.

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Seguramente, no es más que una leyenda, pero no queremos pasar por alto, para terminar, esta breve anécdota –probablemente apócrifa–. Se dice que el rey Fernando exigió al Gran Capitán un desglose de las partidas presupuestarias destinadas a la guerra. Dicen que don Gonzalo le envió las siguientes cuentas:

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Por picos, palas y azadones, cien millones de ducados; por limosnas para que frailes y monjas rezasen por los españoles, ciento cincuenta mil ducados; por guantes perfumados para que los soldados no oliesen el hedor de la batalla, doscientos millones de ducados; por reponer las campanas averiadas a causa del continuo repicar a victoria, ciento setenta mil ducados; y, finalmente, por la paciencia de tener que descender a estas pequeñeces del rey a quien he regalado un reino, cien millones de ducados.

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