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El mundo de las cosas, a diferencia de lo que parece a primera vista, tiene con frecuencia poco que ver con la realidad. Cuando expresamos con tristeza que “así están las cosas”, no estamos sino pidiendo a no sabemos quién que haga lo posible por torcerlas, para que se adapten a nuestros deseos y dejen de herirnos. En ciertas zonas de América, cuando uno dice: ”Usted ya sabe cómo es la cosa”, está dando a entender al interlocutor que está dispuesto a aceptar sus condiciones, porque está en sus manos. Muy conocida es por otra parte la siciliana “Cosa nostra” que es cosa que todo el mundo entiende pero nadie sabe explicar, y donde uno sí sabe si pertenece a ella o se encuentra fuera de sus fronteras.
\r\nEn este estado de cosas, las otras cosas, las que se palpan, parecen quedar fuera del juego porque, en contra de lo que solemos reconocer, el ser humano se pasa el tiempo filosofando, y para esa tarea usa el lenguaje. Sin embargo, el mundo de las cosas que se tocan o que se ven, también tiene su universo. Pepa Solano repetía con singular sabiduría que no hay que tener dinero en el banco (es decir, en el mundo de la ficción, lleno de números y saldos y ahora de internet). Lo que hay que tener, decía, son cosas (esto es, casas y olivos).
\r\nEl ámbito de los cosarios era el mundo de las cosas palpables. En nuestras mentes fantasiosas de niños, el cosario era personaje en cierto modo romántico que se presentaba en casa cargado de finas prendas de lencería o de piezas de alguna rara vajilla que entregaba a nuestras madres. De algún modo, y por la semejanza del nombre, los identificábamos con los corsarios, esos aventureros a medio camino entre la historia y la leyenda, entre el pirata y el justiciero, que navegaban por esos mares de Dios con patente de corso y a los que imaginábamos estableciendo la justicia donde no la había y despojando de sus riquezas a los poderosos para entregarlas a los miserables.
\r\nEn un vagón de tercera clase del Correo que venía de Málaga, se acomodaba como podía Concha Montilla, en uno de aquellos asientos de duros listones de madera, enfrentados unos con otros, como los que aparecen en las películas del Oeste. Dormía un ratito. Se dejaba amodorrar por el entrar y salir del tren en los dieciocho túneles del Chorro, hasta llegar a Bobadilla. Les puso nombre a cada uno de los dieciocho, tantas veces los había recorrido en aquel sinfín de viajes de ida y vuelta.
\r\nLa rejilla portaequipajes, atestada de sus bolsas y paquetes, encargos de su selectiva clientela. Aún no entiendo de donde sacaba manos para dominar aquel maremagnum de paquetería. Al llegar a la estación, antes de la aparición de los autobuses de línea, todavía tenía que transportarlos a casa, caminando, y más tarde repartirlos entre sus clientes.
\r\nConcha Montilla era, por decirlo con palabras pontanesas, mucho de mi familia. Ser mucho de alguien es tener un vínculo con esa persona, que sin llegar a ser familiar ni de íntima amistad, se aproxima mucho a ambos. Durante cinco años la traté regularmente, un ratito cada semana. Me aprovisionaba de ropa limpia y de tres docenas de magdalenas que mi madre elaboraba entre su casa y el horno de la Plazuela de Lara. De ellas dábamos buena cuenta en las largas noches de estudiantes en un colegio mayor.
\r\nLa peculiar profesión de cosario, el que transporta cosas entre dos ciudades y realiza compras por encargo, fue perdiendo fuelle con eso que se llamó el desarrollo, como pasó con tantas otras tareas tan necesarias, como la de sochantre o la de afilador, la de titiritero y la de melonero de Montalbán. Casi todos se reconvirtieron en dependientes o autónomos cotizantes. Menos Concha Montilla. El día en que se quedó sin encargos, se sentó en una butaca a recordar sus viajes.
24-04-2010 1:56 p.m.
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