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MAYO 2010  /  EL IMPERIO DE LA LETRA

Patuchas (Genio y locura)

03-05-2010 11:42 a.m.

“Hacer con soltura lo que es difícil a los demás, he ahí la señal del talento; hacer lo que es imposible al talento, he ahí el signo del genio.” H. F. AMIEL, “Journal intime”, 17 de diciembre de 1856.

Es difícil escribir sobre alguien a quien se admira, pues todas las palabras parecen vaciarse de contenido, atrapadas en el frustrante corsé de los lugares comunes. Este mes queremos rendirle tributo a Juan Antonio Castillo, más conocido como Patuchas o Juan Antonio Canta, cordobés imposible de encasillar y digno del más sincero de los elogios.

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Se ha llegado a decir de él que era un "músico y compositor de expresión autosuficiente, capaz de divertir, sorprender y aportar aires heterodoxos a un género renacido. Lo suyo era el derroche de imaginación y la ruptura de esquemas escénicos, la audacia melódica, la performance, la improvisación en estado casi puro y los reflejos poéticos. La parodia, el humor inteligente, la más tierna mordacidad". No obstante, desde nuestra más sincera admiración, hemos de manifestar que todo cuanto se diga de este genio jamás llegará a retratar siquiera el hueco que nos dejó.

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Quizás una frase acertada para describir una mínima parte de los matices del caleidoscopio que fue su vida, sería la que, con motivo de su muerte, escribió el crítico musical Maurilio De Miguel:

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“Quizá interese más saber que Juan Antonio Canta, cordobés de nacimiento, ha sido el más grande de nuestros cantautores por descubrir.”

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La historia de Patuchas es, ante todo, triste, tristísima. Y ahí es donde encontramos la primera de las paradojas del genio. Y así es, resulta cuanto menos contradictorio que alguien que imprimió a su vida un sentido del humor tierno y desenfadado, travieso y demoledor, cínico e ingenuo, pudiera llegar a pensar en quitarse la vida.

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Sin embargo, en diciembre de 1996, con 30 años, falleció, presentando su cuerpo -según rezaba en el informe policial- indicios de suicidio por ahorcamiento. Cuentan que andaba con tratamiento “por depresiones” (llama la atención el plural de la enfermedad).

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Semanas antes, había dirigido una carta a Martirio, cantante con la que mantenía una excelente relación, en la que le decía:

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“Pasarán los guitarrazos y el caos y quedará la belleza. Yo, que me paso el día rezando al dios de las canciones con desigual resultado, anoche encontré la sangre del sur en un teatro que parecía un avión e iba tan lejos que me confundí tratando de saber si era la posguerra o el futuro”.

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Antes del punto y final de la carta -y de, quizás, su vida-, Patuchas le pedía a Martirio que acunase “las almas perdidas de los que pensaron que había que apostar lo que no se tenía”.

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El arte trata de conmover, arrancándonos de nuestro sitio, sacudiéndonos y convirtiéndonos en algo distinto de lo que éramos antes de dejarnos atravesar por el rayo de luz de la genialidad. Toda expresión artística que merezca la pena rompe algo en nuestro interior, en tantos pedazos que nos resulta imposible volver a ser los mismos, obligándonos a reconstruir el puzzle de nuestra convicciones de otra manera, con otras piezas quizás.

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Así, Patuchas, con su capacidad de sorpresa, reinventaba el infinito. Rompedor, provocador, jamás pisaba sobre su misma huella, y no sólo porque siempre anduviera varios pasos por delante de sí mismo, sino porque el mundo, para él, era un escenario suficientemente amplio como para no tener que deambular en círculos, como buitres al acecho de materia corrompida.

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Patuchas perteneció a una familia acomodada y recibió la educación que quiso recibir. Desconocemos qué tipo de resorte mental o qué exceso de cordura acabaron convirtiéndolo en un verdadero loco… En el mejor de los sentidos de la palabra. Seneca dijo en cierta ocasión que “no ha habido hombre de genio sin mezcla de locura”. Creemos que ése era el caso de Patuchas.

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Patuchas fue líder del grupo Pabellón Psiquiátrico, grandes como ellos solos, enormes hasta la exageración más exagerada. Sonaban con una lúcida desfachatez no pretendida que los hacía únicos. Hoy día, muchos años después de su extinción como grupo, tocan cada día mejor. A sus obras, nos remitimos.

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Por los motivos que fueran, Patuchas lanzó su último disco en disco en solitario, “Las aventuras de Juan Antonio Canta”, producido por el también cordobés Antonio Moreno y editado por Virgin Records España, S.A. en 1996; una joya de coleccionistas, llena de sorpresas, en la que nos ofrecía su desnudez en estado puro, limpia de artificios, sucia de sí mismo.

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No nos resistimos a copiar algunos de los versos de este disco:

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“Las voces del pasado dicen que nos integremos

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en una opción política …

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Ojalá no pienses que mi desengaño es pereza,

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mi memoria me demuestra lo estéril de la lucha burocrática.

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Pienso que tras las grandes revoluciones racionales

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se restaura sonriendo el orden anterior.

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Y los que murieron a manos de rebeldes

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pudieron engendrar ese Mesías, que ya no viene.

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Así que déjame decirte que entre lo malo y lo peor

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yo no elijo nada y sigo soñando.”

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(“Cama roja”)

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Una de las virtudes de este cordobés universal era la de hacer poesía de lo cotidiano, de su cotidianidad más íntima. Como ejemplo, podemos citar la letra de una de sus canciones en la que aprovecha el lamentable estado de los monos del zoológico de Córdoba, para decir mucho más de lo que las palabras dicen. La metáfora no tiene desperdicio:

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“Miro la jaula de los monos.

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Están tan solos como yo.

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No van a verlos nunca

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Cuando llega el invierno;

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y, si se mueren, qué más da…

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Creía que yo estaba solo,

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pero, detrás de aquella jaula,

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la vida debe verse

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como codificada,

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a luz del otoño es cruel…

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Cuando sale la luna,

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el mono es un enigma,

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un crucigrama

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de color negro…

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Lo que más me atormenta

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de esta estúpida historia

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es qué hace el mono sonriendo…”

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Pocos saben la historia de sus inicios. Gracias a Fernando Alcántara, batería del mítico grupo Pabellón Psiquiátrico, y hoy abogado respetable y respetado –lo que son las cosas-, sabemos cómo inició Patuchas su carrera profesional.

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Cuenta Fernando que Patuchas tocaba la guitarra en reuniones de catequesis, siendo su máxima aspiración pertenecer a un grupo. Sus amigos, sabedores de sus más íntimos anhelos, el día de su cumpleaños, lo sacaron de la fiesta para “darle” su regalo, regalo que consistía en presentarle al grupo en el que iba a iniciar su andadura como vocalista y compositor: Pabellón Psiquiátrico.

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Fernando, con cierta nostalgia, recuerda cómo Patuchas llegó ilusionado y cómo le dijeron que para el día siguiente se trajera alguna composición propia, siquiera empezada, para ir tirando del hilo entre todos. Al día siguiente, Patuchas se presentó con un ramillete de canciones, entre las que se encontraban: “La cabina” e “Inmaculada”, dos temas que a la postre se convirtieron en éxitos de culto.

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Las anécdotas protagonizadas por Patuchas no tienen límites, pues pertenecía a esa clase de artistas –como Valle Inclán- en los que tan importante es su obra literaria como su propia vida, haciendo de su día a día una obra en sí misma, fabricando literatura con las mimbres de la realidad cotidiana. A título de ejemplo, podemos decir que a Patuchas, ya de joven, le gustaba narrar sus peripecias invitando a los amigos a beber Vega Sicilia con gaseosa en la bodega familiar.

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Quien diría, por su aspecto, que poseía –casi incurrimos en la errata de escribir “poesía”- una cultura sin fondo, una formación que sólo puede proceder de la curiosidad voraz y de la obsesión autodidacta de formarse y “crecerse” por dentro. Así, ese tipo que deambulaba por nuestras calles, unas veces con la cabeza rapada, otras veces con medio bigote, era capaz de deslumbrar a cualquier erudito, y ello, sin las pretensiones del cagatintas o del pedante.

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Cuando el grupo hizo su exitosa gira por Argentina, patria de la primavera, cierto periodista preguntó a Patuchas sobre sus preferencias futbolísticas, y en concreto si simpatizaba más con el equipo de River o con el de Boca; a lo que nuestro cordobés respondió que prefería al escritor Julio Cortázar.

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La gente llegó a venerarlo hasta el punto de que, de forma incomprensible, le salió un admirador que lo imitaba hasta la exasperación. Lo emulaba hasta tal punto de llegar a disfrazarse y caracterizarse de forma que la gente los confundía por las calles de Córdoba. Se dice que Patuchas no llevaba bien esa supuesta muestra de afecto; y, desde luego, es para entenderlo, pues no resulta agradable pasear por la calle Cruz Conde y cruzarte contigo mismo, tal cual, como un fallo de Matrix.

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Todos coinciden en que el principio del fin fue “La danza de los 40 limones”, después reconvertida en “El rap de los 40 limones”, una incomprendida obra maestra que se convirtió en canción del verano. Los lectores la recordarán porque Pepe Navarro, en “Esta noche cruzamos el Mississippi”, a la voz de “tócala otra vez, Juan”, se empecinó en convertir al pobre Patuchas en un fenómeno televiso de la talla de Belén Esteban.

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La televisión fue capaz de convertir a un verdadero genio en un inmenso “freaky”. Quizás Patuchas nunca llegó a verlo así, pero resultaba en cierta manera un éxito ver cómo marabuntas de descerebrados bailaban y coreaban la por entonces canción del verano, en cuyo estribillo se citaba a Peter Greenaway, cineasta de culto del que la inmensa mayoría ni siquiera había oído hablar. Sinceramente, eso sí que parecía una película de Greenaway.

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Como decía Flaubert, “vivimos en un mundo en el que la gente se viste con trajes ya confeccionados; si eres un hombre extraordinariamente grande, peor para ti”. Porque quizás toda superior valía constituye un destierro, o quizás porque –como dicen- los hombres de genio rara vez se han derrumbado por culpas que no fueran propias, Patuchas se derrumbó de la peor de las maneras: descubriendo –como diría Bob Dylan o Silvia Plath- que lo peor de tocar fondo es saber que aún se puede seguir bajando.

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Patuchas siempre fue un artista empeñado en cruzar al otro lado de la línea de su propia sombra. La duda que nos queda es… ¿Qué había al otro lado de la línea de su propia sombra? Si al menos nos quedase aquel loco que lo imitaba…

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