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MAYO 2010  /  EL RINCÓN DEL GENIL

Orillas del Genil

03-05-2010 11:42 a.m.

Noches del Palomar En el Palomar hay una acequia bordeando la ribera que mis hijos llaman la matriche. En el Palomar hay una nube perenne de acero negro con forma de puente que truena cada hora y escupe humo en vez de lluvia. En el Palomar, como en Macondo, parece como si siempre fuese Marzo y siempre fuese lunes. En el Palomar respiras varias centurias de olvido y una eternidad de fragancia. En el cuarto menguante el rayo de luna choca con los brazos de hierro del puente e ilumina el arroyo de la matriche. Al culminar Julio, por Santa Ana, la luna se fascina con el paso del tren y se oscurece a su paso, la huerta se engalana y los huertanos se visten de fiesta. Las noches del Palomar eran dadas a la cháchara y al debate bizantino. Para mis adentros siempre creí que la gigantesca estructura del Puente Hierro, que a mi parecer tan bien se integra en el paisaje bucólico de la aldea, actuaba como un enorme imán que sacaba de nuestros cerebros los temas con seso y los argumentos complejos para dejarlos secos de agresividad y estrictamente reducidos al palique y otras artes menores de la conversación. El bar de Rapeta, de mobiliario asimétrico y variopinto y más propicio para sentarse al fresco que en su interior, se convertía cada noche de verano en centro de reunión y tertulias de madrugada. Rapeta, hombre afable y muy en el tipo de Sancho Panza, dominaba la justa proporción en el tinto de verano y nunca carecía de un tomate para el ajillo, de algún zorzal y de una ristra de chorizos para freirlos al infierno. Además, en una falta, siempre se podía acudir al auxilio de Alfonso Pérez o de Sánchez Trenas que nunca cerraban sus locales mientras no se despejase la calle de visitantes. El vino del país, en su punto en cuanto a frescura y hechura. Nunca se pudo decir de aquel establecimiento lo que Don Francisco de Quevedo refería con languidez: "Agua me falta en el mar y la hallo en las tabernas que mis contentos y el vino son aguados dondequiera" Si mi memoria no falla, de lo que cada día ando más inseguro, en aquel pueblo las noches del Palomar sucedieron a las de la Mina, el paraíso del chorizo frito y del taco de lomo. El establecimiento de la Mina, precursor y precedente de su popular vecino La Rueda, tenía el inconveniente de su lejanía del Genil, y eso nos hizo emigrar al Palomar en aquellas noches de tertulia que habían comenzado en el Mesón del Arco, en el Bar Central o en Los Candiles. Las gentes del Palomar y las de Sotogordo, como las del resto de nuestras pedanías y pagos ribereños, como Portalegre o las Riberas Alta y Baja, siempre han paseado su señorío por el mundo con toda sencillez, sin necesitar más importancia que la que ellos se dan a sí mismos. Es, pienso yo, la fusión del aroma de la huerta y de la frescura del Genil la que produce este tipo de hombre cálido y feliz que hace a diario su recorrido entre su aldea y la calle Nueva por ese camino estrecho y serpentino que es como un arroyo de asfalto que discurre entre frutales. Miragenil "A mano derecha según se va al cielo veréis un tablao que montó Frascuelo..." Es del "Romance de Curro el Palmo" de Juan Manuel Serrat. Curro, un hombrecito que batía palmas en el tablao del Lacio, murió del mal de amores. Amores por Merceditas, la del guardarropa, que una mala noche se escapó con un curapupas de clínica propia. Curro murió de tristeza y lo enterraron en una cajita donde sus penas ocupaban más espacio que su cuerpo y donde sus manos, ajadas de tanto agitarlas, reposaban una sobre otra y ambas sobre su pecho despechado. Desde entonces, a mano derecha según se va el cielo, en el tablao de Frascuelo, Curro el Palmo canta sus males... por celestiales. He sabido, y no se me pregunte cómo, que el tablao de Frascuelo tiene un rincón con fragancia de huertas y luminoso mirador. En el tablao de Frascuelo, ya saben ustedes cómo encontrarlo, a este rincón le llaman Miragenil. Alguien me contó la historia en una noche de luna llena. Un buen día, por decir algo porque ni días ni noches se cuentan en el tablao de Frascuelo ni aún en sus alrededores, apareció en el tablao la figura apuesta y lánguida de un hidalgo. Vestía traje ajustado, sombrero cordobés y botas camperas. Tras el blanco y espeso mostacho se traslucía el aura de la nostalgia. Dijo llamarse don Santiago y al traspasar el umbral de la cueva, mientras Curro palmeaba en silla de anea, se dirigió a aquel rincón luminoso, se apostó junto al mirador y observó a su través. Advirtió que aquel no era sino una copia del mirador de la Alcabala, junto a nuestro puente, donde las aguas de Miragenil se remansan apretadas junto a sus pilares pidiendo paso entre sus arcos. Cuentan los que allí estaban, y no se me pregunte por sus identidades, que del don Santiago que entró por la puerta sólo permaneció el nombre. No solo su semblante mudó sino que ordenó retirar la taza de infusión y que le sirviesen moriles fresco en copa catadora. Desde aquel día el hidalgo tomó aquel rincón por posada y pasaba las jornadas mirando por el mirador y escuchando a Curro. De cuando en cuando escrutaba el reloj de oro que, con su dorada cadena, ocultaba en el chaleco abotonado para saber qué hora era, no en el tablao donde el tiempo es falacia, sino en las afueras del mirador, allá en Miragenil, donde un río discurría en doble brazo formando ínsula con cañaverales y huertas de membrillo y de granadas, donde el otoño dicen que es castaño y la primavera huele a cera e incienso, donde la cigüeña duerme en la espadaña de la iglesia y donde hubo una plaza de toros bajo un cerro empinado y sobre la calle Nueva. Informan quienes lo saben, y alejen la tentación de conocerles, que don Santiago contaba a Curro que allí, en la otra orilla del Genil, las casas son pequeñas y pobres pero todas miran al río, todas beben de su agua y todas escuchan la campana a la hora del Angelus. Y desde el camino del Palomar arriban cada mañana frescas manzanas y rojos tomates que cruzan el puente y se dirigen al mercado, y allí se adentra cada uno en su cesto. Gentes altivas caminan sus calles y viejos hidalgos como don Santiago, cuando el cansancio los abate, se retiran al tablao de Frascuelo, donde miran por el mirador en la noche de los tiempos y beben amontillado en copa catadora mientras Curro el Palmo bate palmas y canta sus males... por celestiales.

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