Si continúa la navegación por nuestro sitio web estará aceptando nuestras condiciones, que puede consultar en:
La ciudad de Coín se encuentra en uno de los montes malagueños que se elevan junto al mar. Huele por tanto a Mediterráneo y se halla sumergida en una huerta que la circunda, plena de frondas y de frutales, y, hasta el nombre de su patrona, la Virgen de la Fuensanta, recuerda a las aguas que le dan frescura en los veranos. Desde Coín vino a recalar Juan González en Puente Genil, hace tantos años que se pierden en la memoria, donde se asentó en la calle de Postigos, junto a Zambomba el talabartero, en una casa con vistas al puente y a los eucaliptos que lo acompañan.
\r\nAl cortijo de Navasluengas se accedía desde el camino de Lucena y Moriles, a través de un corto carril en cuesta que desembocaba en la modesta casa blanca junto al pozo y el patio de los aperos. La vía del tren, con su escolta de pitas y jaramagos, dividía a la finca en dos partes y buscaba el camino de Puente Genil hasta encontrarlo en el paso a nivel que habitaba una mujer obesa y enlutada, Clara de nombre. Este paso a nivel separaba a Navasluengas, propiedad de Juan el de Coín, de la finca que fue del poeta Manuel Reina y que él llamaba Campo Real, aunque que era comúnmente conocida como el Pujío, con un edificio acristalado en un altozano dominante.
\r\nEl paso frecuente de trenes era uno de los pasatiempos para los habitantes del lugar en sus breves estadías, generalmente veraniegas. El pitido de la locomotora al acercarse al paso a nivel era la señal de alerta que provocaba el breve paseo hasta la vía, para saludar a los viajeros desde tierra con la ingenuidad de las gentes de labranza. El ruido artificioso de aquellas máquinas de hierro rompía aquella perpetua gama de silencios incompletos de que se compone la vida en el campo. Esos silencios preñados de cantos de cigarra, de nocturnos cantares de grillos o de órdenes de mando que los gañanes transmitían a las bestias. En aquel mundo de criaturas elementales se economizaba en sonidos, y los ruidos eran solo los imprescindibles. Junto al olivar se encontraba la era y en ella se producía la siempre vistosa ceremonia de la trilla, en la que los mulos arrastraban la máquina segadora dirigida por un operario, y donde los trigales se desnudaban y las pajas volaban por el aire denso al que vestían de amarillo.
\r\nUn camino serpenteaba entre los terrones y los surcos del olivar y conducía a la huerta. La huerta de Navasluengas, junto a una alberca de la que nacían las acequias que regaban los frutales, contaba con perales y ciruelos, con manzanos y alguna higuera, y con una parra frondosa junto a una pequeña casita, en cuyo lateral estaba el abrevadero de las bestias. Uno de aquellos mulos era de mi propiedad. Así me lo hizo saber mi abuelo, Juan el de Coín. Por algo compartíamos ambos, me dijo un día, el mismo nombre y apellido. Juan el de Coín, el hombre serio y bueno de ojos compasivos, también me dejó un anillo. Era un anillo ancho de oro macilento sin más adorno que las iniciales de ambos, como correspondía al temperamento de un hombre que ama la sencillez y huye de lo artificioso. Era aquel un mundo de candiles en las oscuras habitaciones del cortijo, de economías en el uso del agua, de rústicos mobiliarios y de desayunos al alba, un mundo doméstico en medio de la soledad de las tierras, un mundo en el que ejercía su autoridad una mujer hermosa de cabello plateado, Pepa la de Coín.
\r\nUn mundo de tertulias nocturnas a la luz de la luna junto al aroma de los jazmines, y todo ello bajo el dominio de un techo interminable de estrellas, que eran como puntitos luminosos que alguien había pintado con inigualable paciencia en aquel telón negro que se parecía a la inmensidad del universo. El arroyo de Navasluengas, que ponía límite a la finca, con su pequeña alameda ya cerca de la carretera, discurría frente a la huerta. El arroyo de Navasluengas, que de vez en cuando daba paso a una diminuta corriente, todavía se encuentra allí, como se encuentran la vía del tren, el viejo caserío y los olivos centenarios.
\r\nA lo otro, a las criaturas que habitaron un día aquellas tierras y mojaron con sus sudores el polvo del camino del olivar, las veo hoy como puntitos luminosos en el telón negro, cuando me acerco en las noches de julio por el camino de Lucena, a los lugares que fueron de Juan el de Coín.
24-04-2010 1:35 p.m.
01-01-2008 2:06 p.m.
03-09-2007 8:51 p.m.
02-07-2007 6:04 p.m.
02-07-2007 3:34 p.m.
01-03-2007 1:08 p.m.
01-03-2007 1:08 p.m.
01-09-2006 12:45 p.m.
03-07-2006 4:07 p.m.