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Octubre de 1945. Procedente de Madrid, el expreso de Málaga se detuvo lentamente en la estación de Puente Genil. Del coche cama descendió un hombre de unos sesenta años acompañado de su hija, ambos casi sin equipaje. Empezaba a clarear una mañana fresca y plomiza. El humo de la chimenea de Foret se confundía con las nubes bajas y con el vapor de la locomotora, en un magma gaseoso que se introducía bajo el techo de la estación. El inconfundible olor del ferrocarril inundaba el recinto, por otra parte sucio y oscuro, propio de las estaciones en la época de las locomotoras a vapor. Mientras tanto, en aquella hora temprana, la actividad en el cercano depósito de máquinas de la Renfe era máxima, y el ir y venir de operarios incesante.
\r\nLos dos viajeros descendieron del tren y se dirigieron al kiosco de prensa. Mientras adquirían los periódicos de la mañana, a un transeúnte que aguardaba paciente la llegada de su tren, le asombró la mirada de aquel hombre, que se cruzó brevemente con la suya. Era a la vez cálida y fría, profunda y cordial.
\r\nEl recién llegado observó brevemente el paisaje circundante, en buena medida oculto por la bruma y por los trenes. Vagamente se podía distinguir el cerro de San Pancracio, y la fábrica de El Carmen. Cuántas veces había utilizado aquel expreso camino de Málaga, donde, con su hermano, hizo el Bachillerato en el Colegio de los jesuitas en Miraflores del Palo. Examinó también al paisanaje, a los hombres y mujeres de aquella Andalucía que tan bien conocía desde su niñez, ahora tan lejana. Pareciera como si quisiese captar en un minuto el sentido profundo de todo lo que le rodeaba, la esencia misma de aquel lugar, la razón última de porqué se encontraba él allí, en aquella mañana de 1945, en que el mundo entero comenzaba a despertar, todavía aterrorizado, de aquella pesadilla de sangre y horror que había sido la segunda gran guerra.
\r\nTras desayunar en la vieja cantina de la estación, tomaron un taxi y pidieron al conductor que los condujese al Cementerio.
\r\nEl vendedor de periódicos, que había observado con atención el rostro del viajero, se dirigió al jefe de estación: "Ese señor, le dijo, es don José Ortega y Gasset".
\r\nUnos pocos viajeros se apresuraban, cargados inverosímilmente de bultos, maletas e incluso animales, a subir al expreso que proseguía su marcha, siempre atado a su camino de hierro, hacia el Mediterráneo. De ese mar, con el que intimó en sus años en Málaga, José Ortega y Gasset había escrito: "Hay un lugar que el Mediterráneo halaga, donde la tierra pierde su valor elemental, donde el agua marina desciende al mester de esclava, y convierte su líquida amplitud en espejo reverberante, que refleja lo único que allí es real: la luz. Saliendo de Málaga, siguiendo la línea ondulante de la costa se entra en el imperio de la luz. Lector: yo he sido durante seis años, emperador dentro de una gota de luz, en un imperio más azul y esplendoroso que la tierra de los mandarines".
\r\nMientras el automóvil se desviaba del camino de Santaella para enfilar un breve carril escoltado de altos eucaliptos que se asoman sobre las tapias del cementerio, y que se acercan paulatinamente a los inevitables cipreses que residen en él, la memoria de Ortega hizo una breve incursión en los tiempos aún cercanos que dejaba atrás. Recordó el día en que su madre, Dolores Gasset Chinchilla, y su hermana Rafaela Ortega llegaron a París huyendo del Madrid de la guerra, a aquel pequeño piso de la rue de Gros, en el que acogieron a tantos amigos y parientes que llegaban espantados por el horror de aquella España. El propio Ortega había tenido que huir de Madrid meses antes, gravemente enfermo, ante el riesgo de perder la vida. Fué el 30 de agosto de 1936, día de la onomástica de su mujer, Rosa Spottorno. Posteriormente, Dolores y Rafaela volvieron a España y se instalaron en Puente Genil, acogidas por su parientes Chinchilla, que tenían allí residencia, no lejos de su casa de Marbella. También el abuelo Spottorno fue enviado por un tiempo a Puente Genil.
\r\nEn la primavera de 1939, mientras Dolores Gasset agonizaba en nuestra tierra, Ortega abandonó Francia ante la inminencia de la invasión alemana, y se embarcó hacia la Argentina, tierra muy querida para él, y donde gozaba de un prestigio extraordinario. Sus tres años en Buenos Aires estuvieron marcados por la tristeza y por la decepción, y, en 1942, decide volver a Europa, esta vez a Lisboa, donde residió hasta agosto de 1945, en que, acabada la guerra mundial, y con el recelo de la España oficial, vuelve a España cansado y enfermo.
\r\nNo hubo lágrimas al contemplar la sepultura de su madre, fallecida seis años antes, casi en coincidencia con el final de la guerra civil. Por la mente del gran hombre pasaron, entre los jirones de la memoria y las punzadas de la emoción, en sucesión arbitraria, estampas e imágenes de la vida de aquella mujer valiente y llena de vida. Y recordó algo que él mismo había escrito en su juventud: "Los muertos no mueren por completo cuando mueren; largo tiempo permanecen; largo tiempo flota entre los vivos que les amaron algo incierto de ellos. Si en esa sazón respiramos a plenos pulmones y abrimos las puertecillas de nuestro sentimentalismo, los muertos entran dentro de nosotros, hacen en nosotros morada y, agradecidos como sólo los muertos saben serlo, déjannos en herencia la henchida aljaba de sus virtudes".
\r\nLa bruma de la mañana estaba siendo derrotada por algunos rayos de un sol tibio que lograron introducirse en el cementerio, sorteando a las nubes y a los espíritus que por allí flotaban a su libre albedrío, fuera de toda regla.
\r\nEl viento tornó a poniente, mientras Ortega, ante la sepultura de su madre, no pudo menos que volver a admirar a aquella mujer, quien, profundamente religiosa, había sabido aceptar sin queja el agnosticismo de gran parte de su familia. Es cierto que, al tiempo, su marido y sus hijos no creyentes, supieron evitar herir sus sentimientos. Cuando José Ortega y Gasset y Rosa Spottorno se casaron, en la capilla de la casa de los Spottorno en Madrid, Ortega desempolvó una normativa canónica que rara vez se utilizaba, y que reglamentaba los matrimonios entre una católica y un agnóstico. Al desarrollarse en latín, le evitó a su madre el disgusto de ser consciente de ello.
\r\nEn aquel momento, en aquel lugar, los pensamientos de Ortega volvieron a dar marcha atrás en el reloj de la historia. Si a alguien le encajaba el tópico manido de que con ella murió una densa página de la historia de España, esa persona fue Dolores Gasset y Chinchilla, que había venido a morir a Puente Genil.
\r\nSu padre, Eugenio Gasset y Artime fue uno de los personajes relevantes de la España del XIX, en su doble condición de político y periodista, como creador y director durante décadas del diario El Imparcial, el más influyente del país hasta el nacimiento del ABC. Eugenio Gasset fue largos años diputado a cortes y ministro de Ultramar, y uno de los promotores de la entronización de Amadeo de Saboya como rey de España.
\r\nA través de su padre, Dolores conoció al que luego fue su esposo, José Ortega y Munilla, quizás el gran periodista de su época, y que trabajó en el Imparcial como redactor y más tarde como director, sustituyendo a su cuñado. Su talento literario le llevó a la Academia de la Lengua, donde reemplazó a Campoamor. Admiró a la Fernán Caballero, a Walter Scott y a Víctor Hugo. Descubrió la poesía escrita en los cantares de Antón de Trueba. En su vejez, añadió esto: "Yo nací al mundo del cuento bajo la inspiración de Dickens y de Galdós...". Leyó el Quijote de niño, y halló consuelo posando en la casa del Caballero del Verde Gabán.
\r\nOrtega y Munilla, tras una larga vida pública de éxito literario y de influencia política, se refugió en los años últimos de su vida en el ostracismo y en la melancolía, y murió en 1922 sin dejar a su viuda hacienda ni pensión alguna. Dolores consiguió sobrevivir gracias a la previsión que tuvo en los años de bonanza, en que abrió un estanco junto a la vieja Universidad de San Bernardo, y del que luego vivió, aunque modestamente, el resto de su vida.
\r\nOrtega miró hacia el cielo que, definitivamente, se había despejado de nubes mostrando en toda su intensidad la luz profunda del otoño cordobés. No era la primera vez que se enfrentaba con esta luz ni con este cielo. En su infancia, sus padres habían comprado una casa en Córdoba, donde pasaban largas temporadas porque el clima ayudaba en mucho a mejorar la salud de su madre. Y bajo este cielo cordobés había venido a morir Dolores Gasset, y en aquella ribera del Genil descansaba para siempre, y en aquel pedazo de tierra pontanesa se interrogaba ahora su hijo sobre la interinidad y sobre el sentido de las cosas.
\r\nYo me encontré con Ortega de joven, cuando un día llegó a mis manos ¡y aquí mi recuerdo para el Círculo de Lectores! "España invertebrada". Todavía permanece prendido en el ojal de mi memoria su inicio, cuando el autor se imagina a Momsen, el autor de la "Historia de Roma", ante el papel en blanco, escribiendo la primera línea: "La historia de Roma, nos dice, es un vasto proceso de incorporación". Poco después me conmocionó esa espeluznante disección de las sociedades modernas, casi pura profecía, que constituye "La rebelión de las masas".
\r\nA Ortega, es la verdad, se le puede leer a cualquier edad. Ortega, también es cierto, es hoy, casi medio siglo después de su muerte, un escritor de rabiosa actualidad, porque trata de lo permanente y porque fue joven hasta el final. Cuando, en 1923, creó la Revista de Occidente, en la que se publicó buena parte de su obra y la de numerosos intelectuales y poetas, Ortega ya era la personalidad más relevante del pensamiento español, no sólo como Catedrático de Metafísica, sino como la figura de mayor influencia intelectual del país y fuera de este.
\r\nAquel día del otoño de 1945, mientras unas y otras banderas yacían enfangadas en toda Europa junto a los cadáveres de millones de jóvenes que las habían portado, este hombre bueno y grande se acercó a aquel pueblo nuestro para mantener una tertulia cara a cara, a corazón abierto y bajo la rosa de los vientos, con una mujer que llegó anciana a esta tierra y que aún permanece en ella, junto a los cipreses que se acercan a los eucaliptos en el camino de Santaella.
\r\nPD.- Dolores Gasset, la madre de Ortega, murió en Puente Genil en Abril de 1.939, pocos días después del final de la guerra, en cuyo cementerio continúan sus restos. Había llegado allí, huyendo del horror de la contienda, viuda y con sus hijos dispersos, al calor de unos parientes. La familia Ortega y Gasset tuvo también, como es sabido, un fuerte vínculo con la ciudad de Córdoba, donde pasaban temporadas en una casa de su propiedad que más tarde perteneció a Manolete.
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