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NOVIEMBRE 2007  /  PERFILES

Los Onofre

01-11-2007 10:02 a.m.

“To” el que diga que mi gente

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tiene la sangre “dormía”

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no ha “escuchao” una guitarra

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tocando por bulerías…

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Javier Rubial

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Hace ya unos años, Alfonso Ussía publicó un delicioso artículo en el que se limitaba a copiar frases de Sabino Arana, el “ideólogo” vasco. El artículo no tenía desperdicio. De su lectura, se infería que el padre de la ideología vasca era, poco más o menos, retrasado mental (con mis más sinceras disculpas hacia todas aquellas personas que sufran una discapacidad de ese tipo, que no se merecen una comparación tan odiosa). Entre las perlas que se agavillaban, no lo recuerdo con exactitud, el ideólogo vasco sostenía que los andaluces son vagos y litigiosos, de costumbres groseras y obscenas, a diferencia, cómo no, de los vascos (¿…?). Al margen de los argumentos políticos que puedan blandirse a favor o en contra de la independencia de determinadas regiones, claman al cielo los cometarios de algunos políticos dando a entender que el País Vasco o Cataluña atesoran un legado cultural e histórico más digno de protección que el del resto de los territorios de nuestro Estado. Tal vez los lectores recuerden la polémica que levantaron las declaraciones de Jiménez de Parga, por aquél entonces presidente del Tribunal Constitucional, recordando que, cuando en el País vasco y Cataluña chapoteaban en sus propias inmundicias y raramente se aseaban, en Andalucía había fuentes con chorros de colores. No tardaron en exigirle que se retractara de… la verdad.

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Son muchos los comentarios despectivos que se han hecho de Andalucía y de sus manifestaciones artísticas, a pesar de ser precisamente estas manifestaciones las que más representan a España y las que más contribuyen a forjar una imagen de la misma de cara al exterior. Siempre se ha hecho referencia a la idea del andaluz universal: Picasso y Lorca son dos exponentes de esta actitud: orgullosos de lo que son y derribando fronteras con su expresión artística y vital. Desde luego, a todas luces, resulta más adorable esa actitud que la de arremeter contra todo lo que es ajeno y no se entiende. Recordemos, a título de ejemplo, las palabras de Pío Baroja, extractadas de su obra “La Busca”, publicada en 1904:

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"La Tarugo se levantó de su asiento y se arrancó a bailar de costado, luego zarandeó las caderas de una manera convulsiva; el cantaor comenzó a gargarizar suavemente; a intervalos callaba y no se oía entonces más que el castañeteo de los dedos de la Tarugo y los golpes de sus tacones (...) Cuando concluyó la cantaora malagueña, se levantó un gitano de piel achocolatada y bailó un tango, un danzón de negro; se retorcía, echaba el abdomen para adelante y los brazos atrás. Terminó sus movimientos, de caderas afeminados y un trenzado complicadísimo de brazos y piernas (...) En aquel momento un cantaor gordo, con una cerviz poderosa, y el guitarrista bizco de cara de asesino, se adelantaron al público y mientras uno rasgueaba la guitarra...el otro con la cara inyectada, las venas del cuello tensas y los ojos fuera de las órbitas lanzaba una queja gutural, sin duda muy dificultosa, porque le hacía enrojecer hasta la frente".

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Queremos, este mes, desde estas páginas, rendir un brevísimo tributo a los Onofre, una saga de cantaores cordobeses que supieron injertar, en los palos del flamenco, las flores de la esencia cordobesa.

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Son tres generaciones de cantaores; si bien, hay que reconocer que por el apodo de Onofre sólo se conoció a las dos últimas. En la primera generación, encontramos a Manuel Moreno Madrid, más conocido como Juanero el Feo, de quien se desconocen datos biográficos, salvo que nació y vivió en Córdoba (1831-1907). Su hijo, Ricardo Moreno Mondéjar (1865-1940), el primero en adoptar el sobrenombre de Onofre, fue cantaor y picador de toros; también conocido como Media Oreja, ya que, según parece, en un lance taurino, un caballo le rebanó el pabellón auditivo de un pisotón. Y, por último, en la generación más próxima a nuestros días, hay que destacar a los hijos de Onofre el Viejo: Ricardo, Manuel y José, siendo este último el que más reconocimiento ha alcanzado.

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Siempre se ha dicho que hay tres tipos de cantaores: los que se mantienen en la línea, que nada aportan al flamenco, al margen de la capacidad que tengan para interpretar los palos ya existentes y para erizar la piel del alma reordenando de un modo mágico (o no) lo que ya existe; los que se salen de la línea para hacer cosas que, según los entendidos más conservadores, nada tienen que ver con el flamenco; y los que estiran la línea, haciendo que retoñen los palos del flamenco, impidiendo que se sequen las "jondas" raíces del cante, bordando con hilos de plata y oro el oscuro manto de la tradición flamenca. Al halar de Onofre el viejo, en justicia, habría en incardinarlo en esta tercera clase de cantaores, ya que, a pesar de no ser un cantaor profesional y de ser incluso tachado de no pasar de simple aficionado al cante, no podemos olvidar que supo innovar desde el respeto al cante por derecho.

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Su innovación más destacable fue la de imprimir al cante por soleares un aire muy cordobés. Onofre tuvo el enorme mérito de saber llevarse las soleares a su terreno sin romperlas. Fue capaz de “acordobesar” los cantes de Triana, que probablemente oyó en la voz de Ramón el Ollero, dotándolos de la atmósfera inconfundible de su querida tierra natal, restituyéndoles, se dice, su primitiva pureza. Las soleares, en su boca, se senequizan, se hacen más filosóficas, más secas, más solemnes, más rotundas; las soleares de Onofre podrían ser definidas como un gotero en el brazo de la vida.

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Emplearemos las palabras de Ricardo Molina para retratar a José Onofre:

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“Su preferencia y especialidad son las soleares, pero de ellas suele derivar lo mismo hacia las serranas que a las alegrías de Córdoba, al fandango o a la siguirilla, a la malagueña o al fandango de Lucena… Su cante se caracteriza por dos notas esenciales: el tono acentuadamente sentencioso y el plástico dramatismo. El tono sentencioso es más marcado todavía por el carácter especialísimo de sus letras. Filósofo popular, prefiere ante todo la copla moralizadora, de inspiración eminentemente ética… Como José es tan sincero en sus cantes, estos se matizan e impregnan de su fuerte personalidad y consigue un plasticidad dramática que avasalla a los oyentes. Su arte brota de su personalidad y es inimitable”.

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José Onofre cantaba con la garganta y con las arrugas de la frente, con las cuerdas vocales y con la contracción de las pupilas, con palabras y con gestos, apartando el aire con la mano para que su voz saliera nítida y libre. Siempre se ha dicho que quién es artista, lo es con cada célula de su cuerpo y hasta en los movimientos más imperceptibles es capaz de plasmar lo que lleva dentro.

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Las letras de su hijo José Onofre eran sentenciosas, certeras, moralizantes, como pedradas a un corazón de cristal. Cuando unos amigos le propusieron recopilarlas en un modesto volumen, el cantaor rechazó la oferta, aduciendo que sólo se trataba de “cosas que se le ocurrían”. Como muestra de su síntesis poética, de su puntería emotiva, de su capacidad literaria, copiaremos algunas, no sin antes advertir que estaban hechas para ser cantadas y no leídas en la desabrida aspereza de un papel:

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“Arroyo de la verdad,

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qué pocos beben de ti…

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Mientras siga el mundo así,

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¿como te vas a secar,

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arroyo de la verdad?”

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O bien:

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“Ahora que tengo dinero

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no encuentro piedras ni zarzas

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qué mundo más embustero…”

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Una de las peculiaridades más “sui generis” de los Onofre es que jamás accedieron a cantar en fiestas ni en ventas ni en cafés, sino en la intimidad más estricta: la formada por sus amigos entendidos; es decir, en términos flamencos, reuniones de cabales. Esta actitud recuerda a una anécdota del cantaor Pedro Lavado que, cuando el flamencólogo Agustín Gómez, pertrechado de su grabadora, pretendió "enlatar" su voz, dijo: "de eso ni hablar, aquí no se graba nada, todo lo que se cante esta noche se queda en estas cuatro paredes y mañana me emborracho entre ellas". Una actitud radicalmente opuesta a la del cantaor que complace las exigencias del señorito de turno a cambio del tintineo de unas monedas en un plato.

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Para ilustrar la reticencia de los Onofre a cantar en público, relataremos otra anécdota. En cierta ocasión, José Onofre reconoció que jamás había oído cantar a su hijo Rafalito, a pesar de que su nombre ya sonaba con fuerza en los mentideros flamencos. Confesaba que, si acaso, de vez en cuando, mientras su hijo se afeitaba, lo había escuchado canturrear, tararear, entonar “palabreos” sin importancia ni sentimiento. Para que José Onofre pudiera oír a su hijo tuvieron que esconderlo en una habitación contigua y esperar a que éste empezara a cantar de forma espontánea, cosa que tampoco estaba garantizada. La historia tiene su final feliz: cuando Rafael terminó de cantar, su padre salió a darle un abrazo entre las lágrimas de ambos.

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La historia del flamenco se compone, más que de profesionales del cante, de aficionados al cante. Estamos ante, probablemente, uno de las manifestaciones artísticas más volátiles, más efímeras. Cuando un cantaor, acompañado de tres o cuatro amigos, a la orilla de un medio, arropado por una guitarra quejumbrosa, se arranca a golpes de voz los ropajes del alma, no suele haber un micrófono para recoger lo que allí sucede… y aunque lo hubiera, los que entienden de estas cosas, saben que no es lo mismo.

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