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OCTUBRE 2007  /  PERFILES

Averroes

01-10-2007 6:37 p.m.

A veces, nos invade, nos lleva, nos arrastra la descorazonadora e ingobernable sensación de que no somos merecedores de la herencia que nos ofrece la Historia. Los cordobeses padecemos olvido, desmemoria, descuido hacia el pasado; parece que no supiéramos mirar hacia atrás y sentirnos orgullosos, parece que estuviéramos empeñados en huir de nuestro pasado, sin llegar a comprender que, quien no sabe de dónde viene, difícilmente puede saber adónde va. Es triste comprobar cómo las instituciones públicas se empecinan en dar la espalda a un legado cultural del que cualquier ciudad del mundo estaría presumiendo.

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El pasado tiene la rencorosa costumbre de clavar un puñal en la espalda de todo aquél que se niegue a hacerle caso.

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Son muchos los autores que en algún momento han llegado a escribir que el mundo desaparece cuando cerramos los ojos. Tal vez, los párpados separan el final del mundo y el principio de lo sueños. No vamos a perdernos en disquisiciones sobre si esto es verdad o no, pero sí creemos que cada vez que damos la espalda a algo, cambiamos la realidad de alguna manera. Somos responsables de afrontar las corrientes del río que nos lleva.

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Este mes, queremos recordar a Averroes, uno de los cordobeses más universales de nuestra historia, la trascendencia de su pensamiento ha sido decisiva en la historia del pensamiento. Quizás lo cordobeses, entre otros pueblos, nos dejamos llevar por aquello de “éste cómo va a ser bueno, si es vecino mío…”. Nos cuesta tomar conciencia de la importancia histórica de nuestros antepasados.

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Averroes nace en Córdoba, en el año 1126. Ese mismo año, fallece su abuelo, que había ostentado prestigiosos cargos en nuestra ciudad; entre ellos, había sido juez de causas civiles. Su padre, asimismo, ejerció funciones jurisprudenciales. Esta ascendencia, esta tradición familiar de dedicación a las leyes, sin duda, fue decisiva en los derroteros que habría de recorrer Averroes en su vida. Quizás ésta fuese la razón por la que Averroes, en su época, fuese más reconocido como jurista que como filósofo, astrónomo, médico o matemático. Fue nombrado cadí de Sevilla, sirviendo, a lo largo de su vida, en las cortes de Sevilla, Córdoba y Marruecos.

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Entre su obras principales, destacamos: Tahafut al-tahafut (تهافت التهافت, La incoherencia del incoherente), Kitab fasl al-maqal (Sobre la armonía entre Religión y Filosofía), Bidayat al-Mujtahid (Distinguido jurista) y los Comentarios al «Corpus aristotelicum», entre otros.

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Preferimos no adentrarnos en la inmensidad de su sabiduría, de sus ideas desplegándose en progresión geométrica, de su insondable profundidad. Nos limitaremos, por tanto, a pincelar sin demasiadas pretensiones, a bosquejar los principales rasgos de su pensamiento, a sabiendas de que resulta vano todo intento de arañar la superficie de su vasta cultura.

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Básicamente, muy básicamente, la filosofía de Averroes defiende una armonización entre la religión y la filosofía, más allá de la simple compatibilidad, hasta el punto de considerar que la Ley obliga a realizar estudios filosóficos. La filosofía no contiene nada que se oponga al Islam. Como diría un castizo, “la rubia y la morena… ¿por qué elegir?”. En realidad, Averroes trata, en su inteligencia, de establecer la necesaria relación entre las cosas, entendiendo que todo interactúa con su entorno.

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Una adaptación del averroísmo a nuestros días, entendería que la parte de Dios que nos roza es humana, y que la parte del hombre que roza a Dios es divina.

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No queremos dejar de compartir con nuestros lectores un fragmento del relato de Borges que dedica a Averroes, La búsqueda de Averroes, en el que imagina al filósofo dialogando en silencio con el rumor de las fuentes, tejiendo y destejiendo en la enmarañada y compleja red de su pensamiento, dejándose llevar por el mágico entorno de su luminosa ciudad:

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“Abulguadil Muhámamad ibn-Ahmad ibn-Muhámamad ibn-Rushd (un siglo tardaría ese largo nombre en llegar a Averroes, pesando por Benraist y por Avenryz, y aun por Aben-Rassad y Filius Rosadis) redactaba el último capítulo de la obra Tahafut-ul-Tahafut (Destrucción de la Destrucción), en el que se mantiene, contra el asceta persa Ghazali, autor del Tahafut-ut-falasita (Destrucción de los filósofos), que la divinidad sólo conoce las leyes generales del universo, lo que concierne a las especies, no al individuo. Escribía con lenta seguridad, de derecha a izquierda; el ejercicio de formnar silogismos y de eslabonar vastos párrafos no le impedía sentir, como un bienestar, la fresca y honda casa que lo rodeaba. En el fondo de la siesta se enronquecían amorosas palomas; de un patio imprevisible se elevaba el rumor de una fuente; algo en la carne de Averroes, cuyos antepasados procedían de los desiertos árabes, agradecía la constancia del agua. Abajo estaban los jardines, la huerta; abajo, el atareado Guadalquivir y después la querida ciudad de Córdoba, no menos clara que Bagdad o que el Cairo, como un complejo y delicado instrumento, y alrededor (esto Averroes lo sentía también) se dilataba hacia el confín de tierra de España, en la que hay pocas cosas, pero donde cada una parece estar de un modo sustantivo y eterno.”

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La agudeza con la que sus escritos se adentraban en las concepciones de la época le granjeo no pocos enemigos. Como todo pensador que se precie, tenía sus detractores. En un ambiente hostil, gobernado por el fanatismo y la sinrazón no dejan de ser un reconocimiento las críticas de los obtusos. No hay nada más desconcertante que el hecho de que un tonto te dé la razón; de manera que, cuando un tonto, te la quita, es inevitable sentir que uno rema en la dirección correcta. Sin embargo, sus ideas lo llevaron al destierro, siendo aislado en Lucena, y a la prohibición de sus obras. Gran parte de su obra no ha llegado a nuestros días por esta razón: la censura fue implacable.

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Poco antes de su muerte, sin embargo, fue perdonado. Falleció en Marruecos el 10 de diciembre del año 1198.

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Nos gustaría despedirnos con las palabras de Borges, en la más profunda convicción de que el retrogusto del lector lo agradecerá:

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“(Averroes) sintió sueño, sintió un poco de frío. Desceñido el turbante, se miró en el espejo de metal. No sé lo que vieron sus ojos porque ningún historiador ha descrito las formas de su cara. Sé que desapareció bruscamente, como si lo fulminara un fuego sin luz, y que con él desaparecieron la casa y el invisible surtidor y los libros y los manuscritos y las palomas y las muchachas esclavas de pelo negro y la trémula esclava de pelo rojo y Farach y Abulcásim y los rosales y tal vez el Gualdalquivir.”

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Borges termina con una frase demoledora que, al margen del sentido literario de la misma, encierra una triste verdad: “En el instante en que yo dejo de creer en él, Averroes desaparece”. Es triste, pero a veces nuestro olvido borra verdades indelebles, fragmentos de la historia, de nuestra historia, que siempre debiéramos tener presentes.

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