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SEPTIEMBRE 2006  /  PERFILES

Abderramán III, Príncipe de los Creyentes

01-09-2006 1:44 p.m.

Una de las características –entre muchas– que distingue a las grandes personalidades de las mediocres es la amplitud de miras. Somos tan grandes como aquello que soñamos. Y es precisamente el camino que lleva a los sueños lo que nos hace crecer.

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Por desgracia, nuestra actualidad política está llena de personajillos empeñados en estrechar sus fronteras, levantar paredes y correr cerrojos. Hemos querido este mes hacer la semblanza de Abderramán III, que hace más de mil años se propuso precisamente lo contrario: engrandecer su imperio, extender sus fronteras, conquistar el horizonte.

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Abderramán III nació el 7 de enero del año 891. La situación de al-Andalus en aquellas fechas era caótica. De puertas para fuera, abundaban los conflictos, no sólo con los cristianos del norte, sino también con los árabes díscolos e insurrectos, como era el caso de Omar ben-Hafsún. De puertas para dentro, la situación no era mejor: el emir Abd Alláh hizo asesinar al que era su primogénito y padre del que llegaría a ser Abderramán III.

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Se dice que su abuelo lo eligió como heredero al trono por su inteligencia, perspicacia y tenacidad, pero no fue exactamente así. Hay que admitir que las razones de su abuelo eran más egoístas de lo que en principio pueda inferirse, ya que nombrando a un nieto se garantizaba una sucesión más tardía: no tenía que dejar su trono a la generación venidera sino a la siguiente. Por otro lado, si bien es cierto que Abderramán poseía un amplio abanico de cualidades innatas, tenemos que reconocer que éstas fueron desarrolladas a través de una férrea instrucción. Se podría decir que, desde su nacimiento, Abderramán fue educado para ser el sucesor del trono.

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Abd Alláh se tomó muy en serio la formación de su nieto. Desde el primer momento lo tuvo a su lado para mostrarle los secretos de un gobierno eficaz, la habilidad diplomática con los enemigos, y las intrigas de poder.

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Si el lector se está imaginando al cándido abuelito con su nieto cogido de la mano, se equivoca. Abd Alláh era muy duro con su nieto. Por ejemplo, para educar su carácter en la desconfianza, solía tenderle trampas continuamente; de manera que el joven Abderramán estaba obligado a mentalizarse para recibir una emboscada en cualquier rincón de palacio y para dormir prácticamente con un ojo abierto.

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En su preparación para ser emir, Abderramán recibió una formación intensiva en todas las ramas del saber: Historia, Geografía, Leyes, Gramática, Matemáticas… Además, se le instruyó en el manejo de las armas, en Política y en Estrategia Militar. Se piensa que desde que empezó a tener uso de razón aconsejaba a su abuelo en asuntos políticos y militares.

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Su inteligencia era brillante; su memoria, prodigiosa; y su voluntad, inquebrantable. Es difícil encontrar un alma con unas potencias tan desarrolladas. Era generoso hasta el dispendio. Solía regalar joyas de incalculable valor a sus concubinas y a sus visires sólo para ver la cara que ponían al recibirlas. Estaba obsesionado con el orden y la organización.

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Era de estatura media, bien proporcionado y elegante. Las leyendas afirman que su vestuario no podía ser mayor, ya que nunca se puso un mismo vestido dos veces. Se teñía de negro. Sus ojos eran azules e intensos, como dos zafiros; y su piel era blanquísima, como las banderas de sus enemigos. Padecía la misma enfermedad que Julio César y Napoleón: era epiléptico.

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Se dice que poseía un harem con más de diez mil concubinas; pero, si tenemos que hacer caso de los rumores históricos, diríamos que su corazón sólo supo abrirse a una mujer: Azahara.

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Sin riesgo a equivocarnos, podemos decir que Abderramán III tenía un carácter difícil. Para que sea el lector quien juzgue esta faceta de su personalidad, copiaremos una anécdota que recoge Ibn Hayyan:

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“Una esclava que era una de sus favoritas más enaltecidas y consideradas, pero cuyo carácter altivo no se rendía suficientemente ante su engreimiento, habiéndose quedado con él a solas en uno de sus días de asueto para beber en el jardín de az-Zahra, sentada a su lado hasta que la bebida hizo en él su efecto, al echársele sobre su rostro a besarla y morderla, se disgustó con esto y le torció el gesto, desviándole el cuello y empañando su diversión; ello le provocó tal cólera que mandó a los eunucos que la sujetaran y le acercaran la vela al rostro, quemando y destruyendo sus encantos (...) ante su vista, hasta que le destrozaron la faz, quemándola malamente y acabando con ella.”

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Otras versiones de la historia cuentan que la mató sin más contemplaciones. También sabemos que ordenó decapitar a su hijo Abdallah por traidor.

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Tampoco sería justo que los lectores viesen en Abderramán III a un bárbaro despiadado. Era un hombre de una gran erudición y de una fina sensibilidad. Su obsesión no era acaparar poder, sino hacer un buen uso del mismo. Obras son amores, como dice el refrán y no hay más que ver el apogeo de al-Andalus en aquel entonces.

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A la muerte de su abuelo, cuando tenía 21 años subió al trono. Desde entonces, se convirtió en una fuerza de la naturaleza imposible de detener. Su primer objetivo fue poner fin a la anarquía que imperaba en la España musulmana: por un lado, exterminó a los rebeldes y por el otro consiguió el apoyo de la aristocracia árabe. Ésta fue una de sus cualidades más sobresalientes: era tan bueno con la espada como con la lengua. Sabía golpear y acariciar; era guerrero y político.

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Su segundo objetivo fue afianzar su supremacía en los territorios peninsulares. Llegó en sus incursiones hasta Francia y Fez, Orán y Túnez. Llegando incluso a iniciar contactos diplomáticos con Bizancio.

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Organizó al-Andaluz como un Estado centralizado que gobernó con poder absoluto gracias a una administración eficaz. Facilitó el desarrollo de la agricultura, la industria y el comercio.

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En el año 929 se proclamó Califa, sucesor del profeta y Príncipe de los Creyentes. El emirato implicaba una sumisión religiosa a Bagdad. Este gesto tenía más importancia de la que parece: implicaba la independencia de al-Andalus.

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Durante su reinado, Córdoba se convirtió en la principal ciudad de Europa. Empedró e iluminó sus calles, construyó numerosos baños públicos y cerca de setenta bibliotecas, fundó una universidad, una escuela de Medicina y otra de traductores de griego y hebreo al árabe, erigió un nuevo alminar el la Mezquita y, quizás la obra de la que se sentía más orgulloso, ordenó construir la maravillosa ciudad palatina de Madinat al-Zahra. La leyendas sobre esta ciudad son increíbles; por ejemplo, cuentan que algunos estanques estaban llenos de mercurio para potenciar el reflejo de la luz del sol.

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En definitiva, su reinado transformó Córdoba en el centro neurálgico de Occidente.

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Según Vallejo Nágera, meses antes de morir sufrió una terrible enfermedad psíquica, hoy conocida como “melancolía involutiva”, que se traduce en una enorme tristeza y en un abatimiento supremo.

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Murió en el año 961. Su testamento vital fue éste:

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“He reinado más de cincuenta años, en victoria o paz. Amado por mis súbditos, temido por mis enemigos y respetado por mis aliados. Riquezas y honores, poder y placeres aguardaron mi llamada para acudir de inmediato. No existe terrena bendición que me haya sido esquiva. En esta situación he anotado diligentemente los días de pura y auténtica felicidad que he disfrutado: SUMAN CATORCE. Hombre, no cifres tus anhelos en el mundo terreno.”

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