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SEPTIEMBRE 2007  /  TAUROMAQUIA

El Toreo

03-09-2007 8:51 p.m.

Una evolución artística

Cualquier manifestación artística va sufriendo una evolución estilística, a medida que van surgiendo genios creativos, que hace de ella algo vivo, que sea digno de estudio y que nos permite poder decir sobre ella que tiene Historia. Existe la Historia de la Pintura, por ejemplo. No es lo mismo un cuadro del Giotto que uno de Picasso, algo evidente para el más profano en la materia; pero hasta llegar al pintor malagueño han ido surgiendo infinidad de pintores geniales que han escrito esa Historia, una evolución que nos lleva desde el Caravaggio a Velázquez o desde Goya a Manet. Igualmente ocurre en Arquitectura, es evidente la diferencia entre una catedral gótica y un edificio de Santiago Calatrava. Y así para cualquiera de las manifestaciones artísticas que saquemos a colación. Pues con el Toreo existe un tanto de lo mismo, lo que viene a reforzar la teoría de la enorme dimensión artística, guste o no, que conlleva la lidia y muerte de toros bravos.

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En esta páginas realizaremos un esbozo de ese proceso que ha tenido la más española de nuestra exteriorizaciones (que al fin y al cabo el Arte no es otra cosa que sacar fuera lo que uno lleva dentro), dando un paseo por su Historia a través de los grandes nombres que han llenado sus siglos, y que con la irrupción de su genio, como ocurre con cualquier manifestación artística, llevaron al toreo a una evolución que hoy comprobamos en nuestras plazas de toros, donde se incluyen una suma de sensibilidades que estos grandes artistas fueron depositando en ese pozo de ingenios efímeros y eternos a la vez (con la muerte en primera fila de butacas), que bien han plasmado mucho de los pintores antes citados. (En un acto de sinceridad he de decir que de los pintores citados al abrirme de capa en este artículo, sin proponérmelo, tres de ellos reflejaron en su obra la Fiesta de Los Toros y tal vez los otros lo hubieran hecho de haber mediado la posibilidad temporal en su existencia vital).

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Aunque podríamos retroceder a los tiempos de Pepe Hillo, Costillares o Pedro Romero, que llenaron gran parte del siglo XVIII, vamos a comenzar este paseo histórico un siglo después, en el momento que podemos considerar como el comienzo de la época contemporánea del toreo. No obstante no debemos obviar la importancia de los nombres citados. Pepe Hillo es el autor de una importante obra literaria, hoy joya bibliográfica en cualquier biblioteca, ya que su Tratado de Tauromaquia recoge y ordena todo lo que le ha precedido y todo lo que él ha vivido; la obra, dictada a un amigo de hábil pluma, es de capital importancia más teniendo en cuenta los pocos testimonios que existen de aquella época, ya tan lejana. Costillares no sólo inventó el volapié, además puso la base del uso del capote tal como se viene haciendo, organizó las cuadrillas y apuntó el traje de torear que ha llegado hasta nosotros (el oro y la plata en las chaquetillas). Pedro Romero atisbó un toreo evolucionado que después veremos en grandes nombres de la tauromaquia; fue, tal vez el primer revolucionario del toreo. Quede aquí reflejada la importancia de estos tres matadores, dos sevillanos y uno rondeño, y demos el salto secular hasta pasado el ecuador decimonónico.

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Aparecen entonces las figuras de dos grandes genios que van a llenar con su rivalidad (dentro de la plaza, nunca fuera) y su grandeza (tanto dentro como fuera de los recintos taurinos) toda una época. Nos referimos a Salvador Sánchez Frascuelo y a Rafael Molina Lagartijo; ambos representan lo que podemos denominar, siguiendo a F. Bleu la época heroica del toreo. Son la síntesis y el cenit de todo lo anterior, también el epílogo. Nunca habrá una época tan pura en el sentido torista de la Fiesta como la protagonizada por el granadino y el cordobés; sus carreras están llenas de gestas que darían para un libro completo, no rehuyen la responsabilidad y el toro es todavía esa fiera que pasta en sus reinos peninsulares desde muchos siglos atrás. En ellos se aúnan todas las condiciones para encontrar, tal vez, la época más dorada (aunque la Edad de Oro sea otra) de la Tauromaquia: valientes, artistas, fundamental para entender la evolución, rivales y héroes de una España donde la mayor de las aficiones de sus habitantes son los Toros. El Madrid de aquellos años era un hervidero de tertulias taurinas, no solo en los cafés, pues en el Retiro, llegado el buen tiempo se organizaban múltiples reuniones para hablar de toros, tanto que cada una tenía su árbol para realizarlas. Ni que decir tiene que ese publico interesado tenía lo fundamental, dos de los mejores toreros que han visto los tiempos rivalizando en las plazas.

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El siguiente hito en el camino de esta Historia lo tenemos en Rafael Guerra Bejarano. El Califa cordobés va a tener dos condicionantes, que van a marcar su trayectoria y, por tanto, la de la Tauromaquia: su insultante dominio de las suertes del toreo y la falta de un rival que le de la réplica. Como es sabido esto será lo que acabará con la carrera de Guerrita, la soledad en la cumbre, pero antes le dará tiempo a introducir su aportación a esta evolución de la que hablamos ya que con él se da un paso más en todo lo anterior, un tipo de toreo que estaba llegando a su máxima expresión, pero que empieza a ver como se dan los primeros atisbos de ruptura puesto que comienza a humanizarse, por decirlo de algún modo, donde el dominio tiene más peso que el valor.

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Recogen el legado Ricardo Torres Bombita y Rafael González Machaquito y que vienen a hacer de puente con el momento más trascendental que va a vivir la Historia de la Tauromaquia: la aparición de dos muchachos sevillanos, uno de estirpe torera y otro que no tenía nada que ver con la Fiesta y que van a suponer la culminación de toda una época y el comienzo de otra.

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Evidentemente nos estamos refiriendo a Joselito y a Juan Belmonte. El primero de ellos es el fin de todo los anterior. La culminación de lo que trajo Guerrita que a su vez había recogido de Lagartijo, el toreo como se había concebido hasta entonces ya no tenía razón de ser pues había llegado con el menor de los Gallos a toda su perfección. Providencialmente aparece uno de los mayores genios revolucionarios que ha podido dar cualquier manifestación artística: Juan Belmonte. En el momento oportuno, cuando una concepción ya estaba agotada y que tiene su materialización en Talavera de la Reina, crea una nueva manera de entender el toreo, como bien plasma el citado F. Bleu, el toreo de piernas da paso al toreo de brazos y corazón. Después de Juan nada va ser igual.

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No debemos caer en el error de pensar que Belmonte acaba con lo anterior, su ruptura es interpretación muy personal, extraña para sus contemporáneos, pero que recoge todo ese legado secular que sus antecesores aportaron. Tampoco debemos obviar otro factor importante, que paralelo a la labor de los diestros en el ruedo influye en esta evolución; es la mentalidad de los públicos que a su vez es una extrapolación de los cambios sociales que se van produciendo en España. Toda esa complejidad tiene su reflejo en la forma de torear.

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Aunque durante años el toreo de Juan Belmonte evoluciona en manos de grandes toreros como Marcial Lalanda o Domingo Ortega, personaje este dotado de una cabeza privilegiada no solo en los ruedos, la gran revolución, tal vez la única verdadera, surge con la figura de Manuel Rodríguez Manolete, que además rescata la pureza de la estocada, lo que a la postre le costaría la vida. Si Juan había introducido el sentido del temple tal como lo concebimos hoy, Manuel, a base de quietud y aguante, introdujo lo que más nos puede emocionar hoy a los aficionados, es decir que se le den cinco o seis pases seguidos a un toro. Como decía un solvente escritor y crítico taurino recientemente, “cada vez que un tío es capaz de aguantar cinco o seis muletazos seguidos, Manolete está allí...”

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Medio siglo de evolución del toreo de Belmonte que es interpretado y perfeccionado por grandes toreros como Pepe Luis Vázquez, Luis Miguel Dominguín, Antonio Bienvenida, Antonio Ordóñez, Paco Camino, Santiago Martín El Viti y muchos otros que cualquiera de ustedes pueda poner sobre la mesa (estos son algunos de los que yo aportaría) pues es historia vivida, y que nos daría para una interesante tertulia taurina. Todos ellos, los mencionados y muchos omitidos, han ido aportando su sensibilidad a toda esta evolución dándole su toque personal cuya esencia se depositará en el fondo de esa verdad que perdura en cada generación.

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Pero he de volver a la figura enjuta de Manolete. Su toreo, desdeñado en muchas ocasiones por algunos críticos taurinos, que no por los toreros, tenía el estigma histórico de que no había tenido sus claros continuadores (lo que también se podría interpretar al contrario). Esto era utilizado por esa crítica adversa al torero cordobés para menoscabar su estilo; pero de pronto aparece la figura de José Tomás, admirador del torero de la lagunilla, pudiendo estar hablando horas y horas en pro o en contra de que su forma de torear tiene o no a Manolete detrás, pero de lo que no cabe duda es que los terrenos en los que se pone son los mismos que pisaba Manuel. Y en esos terrenos ocurren dos cosas, que los toros casi siempre embisten y que los toros cogen. En este punto no hay dudas sobre la coincidencia entre ambos toreros tan separados en el tiempo; medio siglo ha tenido que pasar.

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El torero de Galapagar, que a su vez está teniendo sus continuadores, es el último nombre que debe incluirse en este parnaso de toreros que han ido escribiendo una evolución viva y emocionante, tan efímera en nuestras retinas como eterna en nuestras almas, con solución de continuidad, que se llama Toreo y al que nunca le faltarán argumentos para su defensa. Uno de ellos, los nombres de sus geniales interpretes, artistas todos, los cuales han desfilado este mes por nuestra revista.

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